entre la máxima quietud y el máximo insomnio
de la tormenta desatada por volver a verte, por incardinar
en tu vientre neurálgico las palabras de sedación,
por fosforescer a tu lado en los eternos crepúsculos de agosto,
entre la máxima ausencia del apocalipsis a largo plazo y su tiempo
lánguido e imprevisto como una víbora para las víboras, como tantos
que se beberían la sangre, y nuestra máxima sudoración
de lujuria, presta a zambullirse, a la zalamería, a que las lenguas
se relaman con los mismos trocitos de hielo del presente,
entre el torbellino de ojos y fechas de entrega, de empellones
y lluvia de misiles fugaces, que te zarandea, que aturde,
y el torbellino en el que entras y sales, como un anfibio,
dulcemente, hasta que el placer ha erosionado toda tu dermis,
toda tu resistencia al desorden orgásmico del sol, del ser,
del apaciguamiento telúrico que llega a tus pies descalzos,
estamos, vivimos, es una frontera, no es simple ni banal
pero es simple también, el punto de condensación del mundo
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