Recuerdo con nitidez algunas tardes
en aquel pueblo a la orilla del Órbigo,
con el olor a muebles viejos y a madera
rancia, con las manzanas y los mantecados
en la despensa, y la abuela previniéndonos
de la solana, que durmiéramos la siesta
o que, por lo menos, jugáramos a las cartas
al fresco de la escalera, sobre aquella
geografía hipnótica y veteada de manchas
que se replicaban en cada baldosa.
Luego nos remojábamos en la presa
y buscábamos cangrejos americanos
en los cilindros huecos de los ladrillos,
porque el cauce apenas superaba
nuestras rodillas negras de niños,
nuestras rodillas siempre con cicatrices
o con heridas abiertas que libaban las moscas
en cuanto te quedabas quieto.
También íbamos a las eras, a través
de aquellas perfumadas plantaciones
de lúpulo y de los surcos húmedos
de los campos de alubias o remolacha,
y recogíamos los caballos al filo del crepúsculo
y guardábamos las estacas y nos sentíamos
ufanos por no ser del todo niños de ciudad
y aparentar que participábamos
plenamente de aquella vida coral y lenta
hasta el aburrimiento, de la cosecha
del verano, de lo que iba desapareciendo
al mismo ritmo que nuestra
inocencia.
Ahora recuerdo que hace meses
que no voy por allí, que son muchos
más muertos los que añadir a mis espaldas,
que la vida delante de un ordenador
y de tablas estadísticas es tan solo
un simulacro de aquel afán por jugar
sin cadenas, por emular a los pájaros
y descubrir el amor, fuera lo que fuera
aquella esquiva sensación.
Fotografía: Ed Templeton
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