punto de ruptura
Los vi mientras esperaba en la cola de la caja número dos. No los había deseado antes. Ni siquiera había reparado en su existencia cuando, en otras ocasiones, hacía la compra con hastío y disciplina por igual. Aunque en las últimas semanas la irritación de la garganta iba a más, la opción de tomar caramelos de eucalipto estaba lejos de mis cábalas acerca del remedio más adecuado. Un destello fugaz en la memoria me retrotrajo a aquellos domingos de la infancia en los que matábamos el tiempo eligiendo y degustando golosinas de variadas texturas y colores. Y estos dos paquetes de caramelos, por favor, añadí al silencio rutinario y a los códigos de barras antes de abonar mi avituallamiento semanal.
El fin de semana anterior había sido propicio para echar candados y soltar lágrimas. Nos habíamos dejado. Es un eufemismo, ya lo sé. Ella te deja, yo lo dejo, nosotros nos dejamos, y no sabemos ni el qué, ni el porqué. Es como un fenómeno meteorológico más, imprevisto, pero necesario, natural. Por alguna extraña razón, los fines de semana se prestan a ese tipo de escenas: vamos a hablar de lo nuestro, pero si no tenemos nada de qué hablar, es que tengo dudas, pues lo dejamos y ya veremos más adelante. Durante los días laborables todo fluía con menos turbulencias. El trabajo nos parecía sagrado. Como un templo a salvo de llamadas de teléfono de cariz amoroso. Y, cuando las había, eran mínimas y concisas como la pólvora a punto de incendiarse. Y, cuando llegaba la noche, cada humano animal calculaba con tiento y astucia los deseos propios y los recíprocos, o cerraba los ojos plácidamente.
Los caramelos mentolados esos me entretenían como si de una droga del olvido se tratase. Jugaba a trasladarlos de un carrillo a otro. Forzaba su adherencia a las encías y me divertía creando prominencias perceptibles desde el exterior. Entrenaba la mandíbula, ensalivaba con frecuencia y hasta me sentía más ligero y ocurrente. Comprobaba en los espejos, en cuestión de segundos, si mi nueva imagen podía competir con la seguridad misteriosa que parecían transmitir los fumadores empedernidos. En todo caso, las decenas de ingredientes no identificados que constaban en el envoltorio de mis caramelos no inspiraban, que se diga, una gran tranquilidad.
Enseguida descubrí el punto de máximo placer e inquietud. El momento justo en el que pasas de saborear una unidad clara y distinta, para encontrarte de bruces con una miríada de pedazos en tu paladar. Poco a poco, empecé a paralizar mi lengua todo lo posible antes de que se resquebrajase la última lámina frágil en la que se había convertido el caramelo. Como si de un rito tántrico se tratase, de esos en los que se inmoviliza mentalmente la eyaculación al objeto, dicen, de prolongar el éxtasis. En realidad, más que descubrir tales divertimentos, tan sólo reconocía con más atención lo que alguna vez ya había sentido. Nada es nuevo, pero hasta lo más viejo te puede volver a sorprender. Ese punto de ruptura reclamaba toda mi concentración, se transformaba en un estado mental de lucidez. Era como el umbral desde el que asomarse perplejo a la vida siempre a punto de quebrarse, al mundo, siempre lleno de cristales rotos. Como esos domingos de la infancia, como ese domingo en que dejamos de lamernos las heridas.
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MAGUEN -