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La inmortalidad

La inmortalidad


El libro de Milan Kundera “La inmortalidad” lo voy a subir a uno de mis altares literarios porque ha logrado agitarme e inquietarme con sus preguntas, jugar con la ficción y con la realidad, mantener la intriga del argumento y desvelar la incómoda situación del lector cuando ya dispone de todas las claves de la historia y, sin embargo, todavía le queda mucho por leer. La preocupación por la inmortalidad nos la presenta Kundera como propia de aquellas personas que con sus obras de arte, o con su proximidad a los artistas, son conscientes en vida de que muchas otras personas hablarán de ellas una vez que hayan muerto. El hecho cierto de la muerte de cada uno y del recuerdo que dejará en nuestro círculo más próximo o, en algunos casos, en otros círculos más amplios, se proyecta de alguna forma sobre toda nuestra vida. Nos obliga a pronunciarnos: persiguiendo abiertamente esa trascendencia, declarando abierta y obscenamente la angustia ante la seguridad de que no existirá, o rumiando silenciosamente los días como si sólo la paz interior y la más radical soledad pudieran proporcionar la única trascendencia realmente valiosa, la que acontece antes de la muerte.


El propio Kundera habla en este libro como Kundera, escritor de “La insoportable levedad del ser” y otras novelas: como un personaje más. En sus encuentros con el profesor Avenarius va revelando cómo ha acccedido al conocimiento de la vida de Agnes y de su hermana Laura. Ambas nacieron en Suiza y se mudaron sucesivamente a París por razones diferentes. Agnes, como un paso más en su huída interior hacia los perfumes y el sosiego del alma. Laura, en pos de su hermana y de la pasión de su cuerpo siempre insatisfecho y en lucha contra el no retorno. Reincidiendo en una imagen predilecta de Kundera, la primera aparición de Agnes es en una piscina llena de cuerpos entre vapores, lirismo y cruda realidad. El modo en que Agnes contempla a otras personas y sus gestos sobrios y gráciles conducen a los dos observadores a reconstruir la muerte melancólica y austera del padre de Agnes, a distintos episodios de su vida sentimental y a la relación con su hermana, su marido y su única hija. ¿Podemos volcar nuestras aspiraciones a la inmortalidad en el enamoramiento efervescente, en el amor apacible o en la sexualidad intempestiva? Aunque el primer don apenas parece agraciar a los personajes de este relato, con el resto de sus experiencias de cariño o deseo nos quedamos sospechando que es más el miedo a la muerte, y a la muerte en vida, lo que motiva sus respectivas atracciones.


En raros momentos de la novela, además, encontramos una nítida unidad de acción. El autor experimenta con narraciones colaterales y con anécdotas, más o menos inventadas, de artistas universales hasta desembocar de nuevo en el desvelamiento de algunos de los tipos de inmortalidad que, como una niebla, parece que nos susurran a todos con sigilo. Goethe y Hemingway, por ejemplo, conversan una vez muertos acerca de sus avatares. Y la vida erótica de un pintor frustrado, llamado Rubens, nos ayuda a entender por qué Agnes tuvo un amante con quien sólo se reunía dos o tres veces al año. Kundera dice en un capítulo que gracias a esta programada ruptura del relato tal vez ningún director de cine se atreva a hacer una película del mismo y, así, se garantizaría la singularidad inimitable de la novela, su necesidad para una civilización decadente. La novela tendría la virtud de diseccionar las vivencias y valoraciones personales de tal modo que el autor puede sugerir y filtrar subrepticiamente su propia visión del mundo a través de las palabras de variados personajes: sus marionetas, a fin de cuentas. Es una tentativa, por lo menos aquí, de construir una ética polifónica, de urgirnos a que no sucumbamos al vacío circundante. Por ello, quizás, a menudo sobran en esta obra tantas generalizaciones sobre la naturaleza humana, aunque de algunas nos deslumbre su clarividencia. En todo caso, quizás no existan otros medios tan placenteros como las novelas para aproximarnos a entender la vida de nuestros semejantes, aunque nos separen muchas cosas de los hábitos de los personajes aburguesados que las suelen poblar.



1 comentario

ateopoeta -

ayer en el metro, un músico, no mal dotado, por cierto, me recordó los paradójicamente inmortales versos de Machado musicados por Serrat:

"todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar... nunca perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción..."

eppur... lo consiguió... aunque nos quedemos como estábamos

por cierto, no comenté toda una interesante teoría sobre el pudor que también contiene, entre sus muchas joyas, la sabia novela de Kundera... por si os faltaban motivos para animaros a su lectura