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ateo poeta

melancolía

melancolía

 

 

La realidad siempre me sorprende más que la ficción. Ahoga toda la fantasía. Estalla ante mis ojos como una explosión inesperada. Por eso, a menudo dejo que mis sentidos se empapen en la contemplación de seres ajenos. Como si las escenas que componen dieran sentido a mis propios sentimientos, como si los guiaran de una forma inconsciente y colectiva. Así se disipan mis tristezas y me parece que soy un especimen más entre una multitud a la deriva, con mis rarezas y corduras, como cualquiera. Sin mayor preocupación por la belleza o futilidad de lo que transcurre. Sólo palpando su materialidad con mi mirada, desde mi interior, como si yo fuera una parte más del engranaje. Cuanto más te metes en la piel de los otros, más se contaminan tus nervios de toda esa humanidad híbrida, y menos necesidad sientes de erigirte en un primate privilegiado. Todos podemos morir en cualquier momento. Pero sólo el miedo aisla, individualiza, te mata prematuramente por asocial.

 

Hoy coincidí en el metro con tres personajes, entre las varias decenas que sólo dejaron esas raspaduras fugaces en la memoria. Una chica joven, de más de treinta, se subió en la última estación de la línea 8, en la T-4 del aeropuerto. Llevaba una tarjeta al cuello que la identificaba como personal de alguna tienda del aeropuerto y enseguida empezó a hablar por teléfono con una compañera de trabajo gesticulando como una actriz profesional. Al parecer una cámara había registrado cómo introducía su mano en una caja registradora y su jefa la acusaba de haber sustraído dinero de la misma. “A mí no me trata nadie como una ladrona. Si me acusan de algo, que lo hagan en la comisaría.” No miraba a ningún viajero del vagón, pero hablaba alto y claro sin importarle que todos se dieran por enterados. Y movía sus manos como si la caja registradora estuviera allí mismo, en el aire. Y se retorcía en el asiento incomodando a su vecino, cruzaba las piernas con sus zapatos de puntera afilados y arrojaba con rabia el móvil en su bolso negro y voluminoso cada vez que se cortaba la conversación. Entre llamada y llamada, también retomaba como una autómata una de esas novelas de casi mil páginas en letra pequeña y con las tapas blandas y alguna horrible portada. En la misma línea, en la estación de Colombia, una pareja de jóvenes veinteañeros se daban un beso parco de despedida antes de que ella se subiese al vagón. Pero antes de que se cerrasen las puertas, se asoma entre ellas, interpone su bota montañera y le llama a él con voz deseperada: “¡Nacho!” Pero el aludido parece que ya se marchaba de la estación y ella regresa a su asiento casi sollozando, sin que sus cuatro rastas pudieran ocultar un gesto de desolación. Como si en cuestión de segundos hubiera cometido un error definitivo. Como si hubiera acelerado una separación irreversible. Mientras, el chico se volvía con la vista fija en el tren que se alejaba de la estación. Y ella recibe al poco una llamada que, sin embargo, no aplaca su intranquilidad. En el vagón adyacente y hasta que llegamos a Nuevos Ministerios viene un joven próximo a la treintena escuchando música bajo unos cascos de esos que cubren los pabellones auditivos y medio cogote con su alta fidelidad. Lleva pantalones vaqueros de pitillo, calzado de voleibol con una “x” dibujada y una hortera camisa de manga larga con cuello y botones a rayas azules cielo y fucsia. La barba desaliñada contrasta, sin embargo, con un pelo lacio, abundante y con una melena larga que le llega hasta la espalda. Buena parte del camino lo pasa agarrado a una columna de acero del vagón, golpeándola y bailando con ella como si estuviera poseído por los espíritus de Jimi Hendrix o de Led Zeppelin. Su cara arrugada al compás de las guitarras eléctricas que se intuyen rugiendo en su aparato reproductor de música digital, es todo un poema. Parece entusiasta.

 

Otros días me encuentro parejas maltratándose, rusos que salen de jornadas extenuantes de trabajo o los inextinguibles músicos tocando y pidiendo con urgencia estomacal. Pero hoy sólo me detuve en esos tres cuentos de soledades y compañías fantasmas. Como decía el director de documentales Lech Kowalski, al final te das cuenta de que tú eres todos y cada uno de esos personajes en los que te has fijado, con los que te has mezclado. Arriesgándote a estar, construyéndote mientras te sumerjes en las escenas. Desde tu vacío, tu melancolía, tu desnudez. Lo fácil es bajarte en tu parada y cambiar de tren. Y así, otra vez, hacia ninguna parte.

 

4 comentarios

Polikarpov -

“Tú eres todos”. Esa es la frase, el corazón de tus palabras. Muchas veces me pasa lo que nos cuentas. Siempre he pensado que para saber como es Madrid hay que coger un tren de Cercanías en Atocha a las 8:30 de la mañana o a las 6 o 7 de la tarde. Esa mezcla de gestos, ropas, caras, nacionalidades, angustias, cansancios, destinos, azares, vidas es el Madrid de verdad, no el otro de edificios y calles reformadas-gallardonadas. Coges ese tren de Cercanías, luego el metro hasta Gran Vía, sales a la calle y ya has visto Madrid. Yo cada vez que lo hago me asombro, me asusto, me llena de ternura tanta gente tan distinta luchando duro por sobrevivir, siento lo mismo que en la estación Central de NY, se concentra en ese lugar una ciudad entera y son tantas las historias que puedes adivinar o inventar en un segundo que se te satura el alma (si existiera)

Tú eres todos. Pero no. No eres todos. Eres de alguna forma un privilegiado observador, mirón, espectador pulcro, sociólogo curioso, un tipo que parece uno más pero que no lo es, te has disfrazado de ciudadano camino del trabajo o ya de vuelta, no hueles a sudor fuerte, a cansancio duro, a lucha inacabada. Se que muchos Madrileños ya no cogen esos Cercanías, esos metros “por el olor” dicen. Les asusta ese olor a humanidad real, a mundo real.

ateopoeta -

Vaya, últimamente parece que habían desaparecido las/os comentaristas (yo tampoco, con tanto trabajo, he estado muy pródigo, lo reconozco). Me alegro de vuestra resurrección.

La melancolía, Ana, es un postre amargo y, por desgracia, creo que no tiene su origen en la primavera. Pero siempre me saco un espejo mágico de la chistera y me veo positivo, con ganas de recuperar mi equilibrio y la lucidez en cuanto me siento caer, o cansado, o muy lejos, o muy adentro.

Y a Hechicera: a menudo pienso que la contemplación y la curiosidad por los otros también puede ser una forma de ocultamiento y de evasión, aunque por alguna extraña razón a mí me resulta terapeútica, una especie de juego existencialista, un interrogante continuo acerca de si todo está perdido. Pero sin dejar de vivir, a pesar de todo.

En fin, que la primavera os sea propicia.















ana -

Ojalá tú melancolía, sea tan sólo cosa de la primavera. Un beso

hechicera de luna -

Nunca me había planteado viajar fijándome en los demás, quizás porque yo soy de los/as otros/as(miedo dices...puede, sería largo debatirlo)de los que no se esconden si no que se pierden en una lectura,o en el propio laberinto de sus pensamientos, pero leerte, este recorrido, como lo analizas y expresas ha sido un placer,escribes muy bien.