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ateo poeta

Gran Vía

Gran Vía

 

“De hacerme algún día tarjetas de visita, debajo de Bernardino Suárez Atanor, de profesión, pondría paseante. No sé hacer otra cosa más que pasear y a eso me dedico, a pasear con ojo de águila serpentina y memoria fotográfica. Me encargan que localice algo, a alguien, lo que sea aunque sea abstracto, y yo lo localizo pateando la ciudad, en particular la Gran Vía y su alfoz, es mi territorio. Hay encargos de mal agüero pero que acepto por su extravagancia, soy de natural curioso y no me gusta repetir de oficio, como dijo en esa de aventuras Clark Gable o Paco Rabal, uno de ellos o quizá otro, ’nada peor que un sueldo’, porque el sueldo es la suprema repetición. El de aquel cuadro era un pésimo augurio pero más insólito imposible, al menos para mí. La pintura no era grande, medía 0,75 x 0,40, pero sí era un laberinto al óleo: tres franjas horizontales de azules diferentes, pongamos del mar al cielo, salpicadas de redondeles de todos los colores, pongamos a modo de lunares o planetas. Parecía la bandera de un país africano, de esas que sólo vemos por la tele cuando desfilan en los Juegos Olímpicos. Me lo encargó Tino, el de Astorga, un maragato bien instalado en el Círculo Mercantil, lo suyo es el naipe. Me dijo:

-Dino, tienes que localizarme a un coleccionista al que le chiflen estas rarezas, por lo visto este adefesio es un almasola, cosa fina.

Lo pregunté como el periodista al que le encargan un artículo de opinión pregunta si a favor o en contra de un asunto del que no tiene ni puta idea.

-¿Almasola pintor o Almasola título?

-Ni puta idea, por eso te voy a dar el doble de comisión.

El cuadro se lo había ganado al póquer a un guirigay, un turista milanés medio pardela, medio exquisito. A cambio de las cien mil pelas que ya no podía pagarle. El guiri le convenció con el cuento de la lechera: el cuadro no se cotizaba en las galerías de arte, pero por toda Europa pululaban adictos admiradores de esa pintura, coleccionistas fanáticos y secretos, capaces de pagar millones por una tela tan bien conservada con, por lo no visto, un gran encanto simbólico. Tino se dejó convencer porque ya le había exprimido lo suficiente y no merecía la pena hacerle un chirlo en la jeta, más sacaría con el adefesio si de verdad era antiguo y, si no lo era, como quien se pasa en la propina.”

 

Raúl Guerra Garrido, La Gran Vía es New York

 

 

Este libro es una auténtica joya de 500 nutridas páginas. Podría dejarlo aquí, lacónico, y bastaría con echar un vistazo a su exquisita prosa para apreciar la desbordante imaginación que Guerra Garrido despliega a partir de los más recónditos espacios de esta arteria única de Madrid. Diré, tan sólo, que es una literatura tan verosímil que no dejas un minuto de sospechar cuánto hay de documentación histórica, de indagación urbanística y de recreación ingeniosa acerca de las decenas de personajes rocambolescos que deambulan por sus páginas. Durante las semanas que he estado hipnotizado por esta soberbia lectura, volvía una y otra vez a la Gran Vía tratando de identificar los edificios, carteles, cines, restaurantes y mobiliario aludidos en el texto. Esperaba, tal vez, cruzarme con los camareros o con los guardias de seguridad o con los buscavidas de cuyas anécdotas no dejaba de sorprenderme. Muchas de las historias están ambientadas en el pasado, como aquélla tristemente heroica del correveidile de Arturo Barea (el autor de aquel mítico ’La forja de un rebelde’) cuando éste censuraba para la República, desde el edificio de Telefónica, las noticias que enviaban los corresponsales internacionales sobre la sangría fascista. Otras veces, cualquier excusa es válida para reconstruir los lugares, genealogías y periplos provocando que un militar acabe hospedado en la zona o una heredera suicida regente un hotel. Los lustrosos ejercicios de estilo no desmerecen ni se desequilibran al relatar las vidas de médicos o de prostitutas, de los fundadores de la Casa del Libro o de trileros de tres al cuarto, del pacifista Gonzalo Arias y su utopía inédita por derrocar al dictador o de un dibujante de La Codorniz. En fin, una auténtica delicia para los que tenemos veleidades sociológicas incrustadas en todos los sentidos.

 

 

 

1 comentario

Polikarpov -

Comprada y no leía. Solo hojeada en la librería, amenas leí unos pocos párrafos y me pareció un libro necesario. Pero ahí sigue en la montaña de los libros pendientes. Lo rescataré pronto. Es cierto lo de Gran Vía de NY. Cuando he ido a NY siempre he tenido esa sensación familiar que tengo cuando paseo por la GV, de calles que no va a ningún sitio o que su sitio es el movimiento en si, el caminar sin rumbo, por que sí.