Tokio
Haiku, karaoke, origami, hatcho miso... pero también harakiri y kamikaze. Al llegar a Tokio comprendes que el japonés no es un dialecto del vasco, y que sus cinco vocales son nítidas y cristalinas como las nuestras. La memoria de las palabras perdidas siempre facilita la inmersión.
Tras la paz milenaria del bambú
se yerguen gélidos rascacielos de luz.
A vista de pájaro, la melancolía.
En la multitud: buscar una salida.
No se agota la fuente
que se nutre de las tormentas.
Circulan al contrario, por la izquierda. Leen los libros al revés, o de arriba abajo. Otro tanto pensarán de nosotros.
En sus mapas, sus islas aparecen en el centro del mundo. Un poco al norte. También hay países del sur que dibujan los mapas invertidos. Pero no se alteran las demás coordenadas.
Tokio es la ciudad global más densa del mundo. Y la que menos trabajadores inmigrantes admite. Apenas alzan la voz en exceso. Y miran absortos a sus cachivaches electrónicos. Se saludan inclinando gentilmente la cabeza, algunos incluso sonriendo. Formalismos, seriedad y el metro a reventar en las horas punta. (¡Por cierto, el gesto de la cabeza es indefectiblemente contagioso!)
Las mujeres se rebajan el volumen de sus cejas y se maquillan abundantemente. Algunas imitan la inocencia de los dibujos animados. Los hombres son lampiños, mayoritariamente. El pelo negro y liso de casi todos sólo muda con las canas y con los teñidos color caoba.
¿Por qué tendrán las tasas de suicidios más altas del planeta? ¿Tan difícil es encontrar tu lugar en el mundo? Toda cultura esconde su secreto inconsciente.
En la rueda de la fortuna
encuentras la templanza de un haiku.
Un amor en construcción, sin canon,
sólo se deja habitar por libélulas.
Ahora se desdibujan nuestros caminos.
Seguiremos anhelando melodías inspiradas.
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