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ateo poeta

Gigoló

Gigoló

 

 

Algunos aviones transcontinentales ofrecen ahora un amplio menú de películas para que cada pasajero elija en su propio asiento. Los de Air France, además, hacen gala de patriotismo cultural allá donde van y la cuota de películas francesas disponibles compite dignamente con las producciones hegemónicas (indias y norteamericanas). Otra admirable cuota de cosmopolitanismo te permite acceder a varios títulos de todo el mundo que hacen el maratoniano viaje más placentero, dentro de lo que cabe. Aunque mi primera selección -El Show de Truman, una magnífica parodia ácida de los reality shows- requeriría por mérito propio todo un análisis sociológico que postergaré posiblemente sine die (como acontece con tantas otras exposiciones a las que sometemos nuestros sentidos), dedicaré ahora unas líneas a glosar una estupenda obra francesa, con un ritmo y guión no muy alejados del estilo de algunas series televisivas y películas norteamericanas, aunque con una perspectiva de clase obrera quizás más europea y, para mí, imprescindible: Cliente (Josiane Balasko, 2008). Ante todo, decir que las interpretaciones, los ambientes y los detalles secundarios merecen, sin duda, todo mi elogio (como simple lego aficionado).

 

El argumento se erige sobre los problemas económicos que tiene un joven matrimonio residente en un piso pequeño de una barriada francesa pobre. En el mismo piso cohabitan múltiples miembros de toda una familia extensa y los roces de la convivencia hacinada no hacen más que saltar la chispa de los insultos y las disputas, aunque también hermosos detalles de solidaridad y cariño mutuo. Marco, el protagonista, comenzó a ofrecerse como gigoló a través de una página web en el momento en que su mujer estaba a punto de perder la modesta peluquería en la que se había embarcado junto a otras socias. Por supuesto, su mujer no sabe nada del asunto y todos en la familia agradecen las generosas aportaciones para pagar el alquiler y la comida, y los regalos que regularmente aporta Marco. Las tensiones, no obstante, no dejan de aflorar a ritmo de raps crudos y descarnados. Marco y su mujer, además, se aman apasionadamente y cuando Marco es descubierto, tras el río de lágrimas vertido durante días, su mujer le propondrá continuar con el trabajo pues sus apuros económicos están otra vez al límite. Pero ella no puede soportarlo y llega incluso a visitar a la clienta favorita de Marco (una presentadora de televisión que anuncia productos variopintos y que tiene engatusada a la abuela de Marco que no se pierde su “teletienda”) para restringir las cláusulas del contrato (acabar antes de la hora de la cena y los fines de semana libres). Todo vuelve a estallar de nuevo y a derivar en más dolor e incertidumbre para todos. La presentadora de televisión, Judith, nos muestra, en paralelo, el otro extremo de la escala social. Ha tenido éxito en su carrera profesional, vive acomodadamente y desde que tiene necesidad, contrata gigolós un par de veces al mes. Ha superado ya la cincuentena pero sigue siendo una mujer atractiva y activa sexualmente. Está divorciada desde hace cuatro años y dice que nunca tuvo hijos con su marido por falta de tiempo. Vive con su hermana en un piso espacioso y lujoso del centro urbano, y comparten juntas cada día sus cuitas acerca del amor y el sexo, sin ponerse nunca de acuerdo, naturalmente. Ambas trabajan en el mismo estudio de televisión, donde también emergen claramente las desigualdades de clase, las desaveniencias, los desamores y las peleas ocasionales. Un extravagante invitado al programa (una especie de “toro sentado”) acabará seduciendo a la hermana de Judith y la arrebatará de tal modo que ésta lo dejará todo (y a la propia Judith que la tenía como su mejor amiga) para irse a vivir a Arizona. Mientras, entre todas esas turbulencias, Judith y Marco continúan citándose; a veces, sin transacción monetaria por medio.

 

Por una parte, esta historia pretende mostrar que todos los personajes aspiran al “amor de su vida” o, por lo menos, son capaces de experimentarlo en alguna ocasión: tanto el joven matrimonio subsistiendo a salto de mata en el apretado habitáculo familiar, como la hermana de Judith que dice “ahora o nunca” y se lanza al amor en cuanto oye sonar sus campanas, así como la propia Judith encariñada con el tierno jovencito a quien sólo paga para sentirse una “mujer libre” pero a quien aceptaría sin dudarlo como compañero a largo plazo. Todo eso está muy bien pero nos hace sospechar que hay gato encerrado. La simpatía que se puede sentir por alguien que paga por sexo y conoce la situación de miseria en la que se encuentra la prostituta o el prostituto, sin hacer nada por remediarlo, es nula. Produce incluso más repugnancia moral que en otras situaciones de explotación laboral porque a la prostitución se suele llegar por desesperación más que por selección entre varias opciones equiparables en esfuerzo para ganarse el sustento (nada se podría objetar, por el contrario, a los casos más aparentemente voluntarios de Belle de Jour, el clásico film de Buñuel, y, más recientemente, el de Diario de una ninfómana). No obstante, la presente narración juega a hacernos sentir simpatía por todos, incluida Judith por causa de su desesperación y porque, aparentemente, es una mujer inteligente y pragmática que se administra su propia terapia a través del mercado del sexo (aunque sigue desesperada, after all). Es cierto que Judith paga bien y que ella misma entrega parte de su amor y confianza como muy pocos clientes de prostitutas harían jamás. Es su necesidad de amor, no sólo de regulares dosis de sexo, la que está en trance de manifestarse. Por eso adopta un talante paternalista, como hacen muchos empresarios con sus empleados. También es cauta y discreta, intentando evitarle daños mayores a Marco, aunque a menudo es consciente de su egoísmo y de tratarlo como una mera mercancía. El hecho de que se arrepienta, a ojos del espectador privilegiado de su intimidad, no le añade ningún mérito.

 

Pero dijimos que es Marco nuestro desgraciado “héroe de la clase obrera”. Con una belleza salvaje, de latino mediterráneo, y, a veces, poses dignas de James Dean (pero con un fondo más melancólico), se ha casado con la chica más escultural del barrio que trabaja jornadas extenuantes en una peluquería. Su amor mutuo es igualmente salvaje y sólo aspiran a poder tener su propio piso, aunque sea en el mismo vecindario marginado y periférico. Sólo llevan cuatro años casados, así que, quizás, lo peor todavía está por llegar, si es que no ha sido ya bastante dura la experiencia laboral de la prostitución de él. Aquí el narrador parece querer llevarnos a la treta de culpabilizar a Marco porque hace bien su trabajo, disfruta con él e incluso llega a sentir ciertos conatos de enamoramiento por Judith (y, cómo no, por la vida cómoda y dadivosa con la que ella le agasaja). El drama, pues, está bajo control. No hay robos ni asesinatos que nos mostrasen más sangrantemente la violencia que se esconde en todas estas relaciones. Nadie sale ileso de sus luchas por el amor, pero el sufrimiento está contenido en la simple reproducción de las condiciones de clase de cada cual. Como en tantas novelas naturalistas del pasado, lo que no puede ser, no puede ser. La Cenicienta es sólo una burla de la lucha de clases. El amor sólo es una fuerza maravillosa, como en esos culebrones de Garci, hasta que te das cuenta de las relaciones de poder (recordad al profesor de Elegy, de la Coixet), económicas (¿cómo hostias vamos a pagar la hipoteca? ¿podemos vivir juntos cómo queremos y donde queremos?) y culturales (en Mongolia, en Suráfrica, o en Dubai, varían un buen trecho los parámetros de “lo deseable” aunque se sientan coas parecidas) que lo envuelven y constituyen sin remedio. Y están, por último, las diferencias personales de cada ser humano: nuestras manías, nuestras aspiraciones, nuestras dudas y convicciones, nuestros deseos variables, el largo camino por constituirnos como seres dignos, dichosos, virtuosos, capaces. Todo ese fondo de incertidumbre que acecha también a cualquier proyecto “para toda la vida”, a cualquier declaración de amor. Por eso es mejor dejar que nos conduzca ciega y temerariamente, o de lo contrario, nos volveríamos tan prácticos y torpes como Judith y Marco. En la torpeza, de todos modos -unos más que otros-, es fácil caer por muy enamorado que se esté. Así que, paracaídas y gafas de sol. Y lo voy a dejar aquí porque estos vuelos infinitos sobrevolando Siberia dan para ensayos proporcionales a la distancia del viaje, y no es plan de aburrir al personal.

 

 

 

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