¿De dónde brotaba la tristeza de García Lorca en Nueva York?
El último puertorriqueño que nos sonrió, con sus más
de doscientas libras morenas, vendía bicicletas y sólo
cuando nacieron sus cuatro hijos morenos y joviales
se salió del gang del barrio.
Eran otros tiempos. Ahora, dice, hay blancos y bares,
bares y blancos que compran bicicletas y habrán subido
doscientas o más veces a uno de esos rascacielos
que perfilan el horizonte brumoso.
Los niños morenos y joviales, y los negros y joviales niños
chapotean
chapotean
chapotean
entre las cortinas de agua tibia de los parques de juegos
enjaulados.
Algunas de esas mañanas con el calor húmedo y pegajoso,
con las bombas de calor a presión que los escupe de las bocas
del metro, y al redil de jóvenes voluntariosos
blancos y morenos, morenos y negros jóvenes, con sus camisetas
azules y verdes y amarillas que los hacen a todos iguales
por un instante,
por un breve y cósmico instante,
algunas de esas mañanas también jugarán entre
las ardillas y los lagos verdes caimán.
Enseguida medrarán y se plancharán el pelo crespo y rebelde
y se irán con la música a todas partes,
por todos los pasillos, por todos los laberintos,
subiendo y bajando todos los peldaños posibles
que permitan las fuerzas del orden.
Los miro al volver de la playa, de la playa donde
se reúnen casi todas las clases sociales.
Y miro a una mujer alta y castaña que solloza
en la fila de enfrente, que no puede evitar
sollozar a pesar del ruido tormentoso de las estaciones,
a pesar de los vagones metálicos y plateados como espejos,
a pesar de las miradas esquivas de todos.
¿Por qué?
¿Por qué ahora?
¿Por qué nos interroga ahora a los demás viajeros?
Con lo largas e inescrutables que son estas líneas
del metro. Con tanto tiempo para no mirar,
no pensar, no preguntar
adónde, cómo, si en un mar de reliquias,
si en descripciones atómicas, con qué hálito
radiante cada despertar.
Vuelvo, necesito volver, a ese denso hormigueo
de rostros inescrutables, rostros asiáticos, rostros latinos,
árticos y polares
quemados por ese sol de justicia, vago y ciego.
A pocas millas de aquí, tan sólo, residen
quienes prefieren las sombras del desierto.
Siempre estos desniveles,
siempre estas desembocaduras.
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