Ni el poema es imprescindible
para la iluminación.
Nos apareamos con fósiles.
La corteza que nos arrancamos.
¿Qué sublime fruto nos reserva
tanto envejecimiento?
Observa, si no, la enhiesta arbolada,
las aves que se emancipan
de las antinomias.
Todo mi éxodo hacia el significado
como un musgo perpetuo,
adherencia frágil a lo sólido.
Aspiro lavandas, tomillos en celo,
el esplendor de la cadena trófica
tan lejos de la inocencia.
Amalgama de minerales, atmósfera
asediada por los sucedáneos.
Ni el poema enarbola los espectros
de la razón. Ni el capital, ni la muerte.
Ante lo ímprobo, ¿qué arrecifes de coral
elegirán nuestros besos?
Fracturar la línea,
doblegarla,
morder el sentido común
de la respuesta programada.
Todo se reduce a unos pocos pasos
y el suelo crepitando.
A radicar el porvenir
en la maceración y la afinidad.
Desconfío de los materiales
ignífugos.
Venero,
venero,
venero
la emergencia tres veces de lo que alienta.
Atesorar las elipsis de la conjura.
Somos los hablantes
de la minúscula historia de un ecosistema.
Un silbo que clava.
Atisbo de luz y áureos sueños siempre
a punto de corromperse.
No quiero una paz telúrica tallada
con el desértico dolor.
Para lo demás, tengo una propicia
disposición.
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