Era mi idioma, no arcano, sólo mío.
Pugnaba por vislumbrar
su sentido,
siempre ese enamoramiento.
Qué me ofusca, qué impide
el deshielo,
el perfume tibio.
Recobrar el espacio gaseoso,
el vuelo, la enramada,
un lugar donde atardecer.
Era mi método
de invocar un ápice de euforia.
Algo, delirante quizá.
Desafié la muerte hasta aceptarla
como el torbellino,
o la recompensa.
Entonces sí. A sus ojos,
sin postración.
Las ciudades, los jardines,
los desiertos: con el mismo afán
de identidad... ¿Dónde
residir, pues? ¿En qué
estado de ánimo ajeno a los
dolores imaginarios?
Ya no reservo nada,
apenas ahorro.
Bailo asido a tu cintura
enigmática.
De los oráculos, desconfío
(todas esas vísceras en ebullición).
Todas esas palabras
no instituyeron una isla, sólo
gozo, soberanía.
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