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ateo poeta

 

 

El invierno ya no era tan agudo y los rayos del sol, aunque tenues y tibios, me habían alegrado la tarde con sus reflejos dorados declinando sobre los juncos que pueblan las orillas del lago. Un poco antes de que arreciara el relente del ocaso, me encaminé hacia el Connecticut Muffin ubicado en la rotonda de Prospect Park West. Como otras tantas tardes, pedí un té chai de rooibos, tamaño extra grande para que me ayudara a matar el tiempo. Me senté junto a las diáfanas cristaleras y abrí el libro que me acompañaba últimamente. La coreografía habitual de clientes, con esa armoniosa cadencia y su coordinación espontánea, me deleitaban igual que el primer día. Este local sirve tanto como fonda para los grupos de ciclistas, coloridamente ataviados, que han estado girando alrededor del parque, como para adolescentes que se reúnen al calor de sus chismes o que se instalan durante horas para estudiar. No es raro encontrar a señoras mayores leyendo un libro, a jóvenes profesionales que pasan rápido a por una bebida portátil o a por algo sólido que comer para aliviar su trasiego con maletas según descienden de un taxi o emergen de la boca de metro. Por supuesto, no faltan quienes tienen sus pupilas fijas en la pantalla de un ordenador, parejas o madres solas con sus recién nacidos aún envueltos en su lecho para marmotas, la policía que mira con seguridad a su alrededor y los vecinos de toda la vida que no cesan de entrar y salir, a menudo sin más consumición que las conversaciones ligeras con su extensa y, al parecer, entrañable familia.

 

Esa tarde de febrero la bucólica estampa no se fracturó con ninguna discusión, desgracia o accidente que lamentar, sino con una joven menuda, de tez negra suave y una larga cabellera crespa que denotaba un más que probable origen latinoamericano. A primera vista sería difícil distinguirla de otras adolescentes del barrio, pero su mirada incisiva y sus ademanes inquisitivos al desplazarse, como buscando algo con certeza, además de una dicción precisa y culta, demostraban que su juventud aparente abrigaba a una persona madura y sonriente, con unos seductores atisbos de felicidad y un buen humor en sus gestos que deslumbraban de inmediato. Después de unos minutos de supervisión del entorno salió a la calle a fumar un cigarro hasta que empezaron a llegar los hombres a los que esperaba. Los dos primeros no bajaban del metro ochenta y de los cien kilos cada uno, fornidos, blancos y sonrosados, de una edad en la que vida se aproxima a su último cuarto. Se saludaron en los bancos exteriores y comenzaron a hacer bromas para romper el hielo que apenas pude oír, pero que imaginé con picardía y cordialidad por las risas mutuas que desataban y por las palabras sueltas que me llegaron según se iban sentando en la mesa adyacente a la mía. Ella explicaba su periplo desde Queens y que había terminado recientemente un máster en educación, mientras se incorporaban al círculo tres hombres más, no menos corpulentos que los anteriores, acentuando aún más si cabe la abrumadora disparidad de medidas con respecto a la chica. Uno solicitó un montado de tortilla con tres pisos mientras que otro se avitualló con un consistente trozo de pastel rojo intenso coronado con una gruesa capa de crema por encima. Este último le ofreció una porción semejante a su chiquillo de unos siete años, espigado y desdentado, que jugaba con un perro de peluche y que enseguida hizo buenas migas con la protagonista del encuentro.

 

Al principio me imaginé que aquella cita no podía tener más propósito que el sexual o el religioso. La presencia del chaval me hizo dudar de lo primero, y la segunda opción se desvaneció cuando llegó un hombre más con la chaqueta de la MTA, la autoridad de los transportes metropolitanos de New York City. Habló en ruso con el padre del chico y se presentó a los demás como Garret, aunque, apostilló con ánimo persuasivo, era un nombre adoptado para que sonara más fácil al oído nacional. No obstante, deletreó con parsimonia y orgullo su nombre original. Ese transformismo o rebautismo no me resultó extraño pues es un caso más de la larga historia inmigratoria de este país. Curiosamente, nadie, excepto este último hombre grande que se despidió rápido, parecía tener excesiva prisa. A algunos ya los había visto otros días pasar largas horas de cháchara intrascendente pero esta vez todos parecían muy animados con la joven visita femenina. No me cabía duda ya de que se trataba de una sindicalista que les estaba proponiendo organizarse formalmente o que les iba a asesorar en alguno de los múltiples conflictos que arrastran desde hace años, con la progresiva privatización y deterioro de los servicios públicos. Sobre todo, de esos autobuses y metros que llegan, casi por milagro y con frecuencias cabalísticas, a los vecindarios más carentes de este gigante urbano. Pero no acababan de entrar en materia y la reunión se prolongaba ya durante más de hora y media sin haber pasado de los chascarrillos.

 

Percibí entonces que yo, con mis gafas negras y metalizadas, enfrascado sin ninguna urgencia en mi lectura y con no menos apariencia de extranjero, podía ser la fuente del problema. Me miraban sucesivamente y al cabo de un rato entendí el mensaje dubitativo. Lo último que me faltaba, después de tantos quebraderos que he tenido en mi vida por azuzar las luchas de clase contra los vampiros que exprimen a currantes como estos, era que me consideraran un espía de la empresa. O, lo que me repugnaba por igual, un espía del sindicato. Mis sonrisas de complicidad no fueron suficientes para aplacar sus inquietudes y apenas hubo ocasión de expresarles alguna frase trivial para mostrarles mi simpatías. Así que no me quedó más remedio que suspender mi contemplación sociológica del día, recogí mis bártulos y me volví a casa pedaleando cuesta abajo, con el viento ya más gélido de frente, cruzando de nuevo el parque donde casi a cualquier hora del día o de la noche es posible hallar concurrencia humana. El vientre de la ciudad global y turbulenta, concluí con una ligera satisfacción, seguía lleno de islas donde la gente hace lo posible por resistir a los abusos y a la discriminación, donde la gente de abajo coopera y une sus fuerzas por escasas que sean, donde la vida complicada y la vorágine urbana se estancan por un instante. Sí, muy panfletario y consolador para acabar el día pero, tal vez, muy poco realista para empezar el siguiente con el peso de tantas contradicciones a cuestas mientras vuelvo a trabajar a la inexpugnable Manhattan.

 

Fotografía: ateopoeta (ABC No Rio, NYC)

 

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