Hoy es mi cumpleaños.
El número 42, en cardinal.
Soy consciente y el día es luminoso.
Estas fechas tan señaladas siempre me generan
un cierto extrañamiento.
Como si un individuo muy serio te parase en la calle
y dijese en misión oficial: recuerda, es tu turno.
Pero sé que la vida es solo inercia
y ahí enfrente las aguas espejean la inercia
y yo sólo estoy en Berlín, leyendo en la ribera del Spree,
como si me hubiera refugiado aquí por inercia.
Y hay grúas y una chimenea blanca con su humo blanco
al fondo a mi derecha y la hierba mullida de color esmeralda.
Y la gente pasea muy cerca de mí con sus idiomas distantes.
Se acaricia, se descalza, ama sus cervezas.
Si creyera en la ciencia estadística, 42 años me sugerirían
un ecuador, una breve encrucijada, otro callejón estrecho.
Lo único cierto, empero, es que siempre andamos
a la orilla del abismo.
Que escribimos para interrumpir lo inevitable
y escuchar a los animales.
Es un domingo inusitado
para estas latitudes. El verano es corto.
La temperatura suave, lindando lo sublime.
Pasa una canoa.
Un gorrión merodea alrededor de mis pies.
Casi cae de su bicicleta uno de esos niños rubios.
Es posible que se fijen más en mis rasgos latinos
que en el número 69 inscrito en mi camiseta.
Unos jóvenes teutones se burlan de un hombre rumano
o turco que recicla botellas.
No verán el partido de fútbol porque su selección ha sido
eliminada y sus bancos seguirán cobrando nuestras deudas.
Parecen felices con su frívolo bienestar.
Por qué luchar.
Para qué seguir viviendo.
No sé si llegarán a preguntárselo.
También son lujos
mis alegres extravíos.
Sonreír, inaugurar un mes cálido, tomar algunas frutas
del racimo de la plenitud.
Cada 5 minutos circula uno de esos trenes incombustibles
cruzando el puente en forma de media luna.
A mi espalda una pareja se entretiene jugando al ping-pong.
Se cumple la tarde, hay menos afluencia
y tal vez el amor sea enfermizo y necesario como una medicina.
Lo que no acepto es un canon
para lo leve, para lo magro.
La claridad se adivina cuando se deshilacha tanta violencia,
todo lo absurdo y lo superfluo.
Dónde estarán ahora mis hijos floridos.
Cómo descubrirán este mundo trucado, el artero ajedrez.
Son delgados y anhelarán como esponjas.
Yo no tengo frío y para qué la nostalgia.
Todo porvenir es mejor.
Mejor zambullirse en la dicha ensortijada.
Mejor rendirse a los automatismos de lo que nos deslumbra.
Mejor erguirse con ternura, como se baila.
Ahí están las trayectorias circulares, la crin de las olas
donde se sumerge la voz.
Los abrazos ciegos.
Vienen a mí como perfume y abrigo, a celebrar
la excepción, lo vulnerable,
este azaroso equilibrio.
Anochece.
Puede llover, respiro más humedad.
Tengo hambre de luz, as usual.
Fotografía: Miguel Martínez
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