¿Qué es un día feliz?
¿Será uno de libélulas y de ventanas abiertas?
¿Uno en el que los edificios mantengan
su ángulo recto y no haya que pagar por nada?
Tal vez un día en el que no falten las raciones
de ternura, la brisa surtiendo al rostro óptimo,
los polígonos infinitos del aleteo.
O uno donde conjurar el tedio y la exactitud de
lo lacerante. Donde suspender en el aire frío
los terrones salados de la ansiedad.
Uno sentado y plácido junto al agua, aspirando
el vapor de agua, al cobijo de tu sombra húmeda
y de tus gestos alegres como ave del paraíso.
Uno donde perseguir tus mechones dorados
por las vetas y los intersticios. Un día de dulces
piñones, con el gas de la transparencia, en
actitud circunfleja, en tu hombro vernáculo.
Un sábado o un domingo reunido con el perfume
de tu deseo, libando flores antes de su defunción.
Un día libre y esclareciendo los secretos del
taxidermista. O uno como oasis sin pronombres
ni prejuicios ni sentencias absolutorias ni
sentimientos de culpa.
Un día bronceado con el disfraz plateado del
silencio, una situación anómala y voluntaria
para recibir tu ambrosía a tragos. Un día
liminar, el nadir, un oso blanco confundido con
la nieve blanca y con un cielo que duele.
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