La vida en el pueblo parece estancada, lánguida,
como una corriente sin prisa por morir.
Mis familiares van sufriendo los achaques
de la edad pacientemente, médico tras médico,
cura tras cura, y los chopos de la ribera
se talan cada lustro.
El más anciano se pasa dieciocho horas al día
conectado a unos tubos de plástico que le suministran
oxígeno y la máquina emite un sonido amorfo
como una batería de jazz
que perturba este silencio ocre de agricultores
jubilados y cultivos mecanizados.
La Virgen Milagrosa rula de casa en casa, cándida
dentro de su caja de madera y cristal, un pedazo
de porcelana con pálidos colores al que se respeta
por costumbre, sin esperar en serio a que ejerza
alguna vez lo sobrenatural.
El ayuntamiento proporciona ahora contenedores
para la recogida selectiva de basuras y acceso
gratuito a internet, pero apenas quedan sombras
deambulando por mis recuerdos
de bullicio y libertad.
Aquí sólo se luchaba por unas hectáreas de tierra,
por que escupiese a tiempo sus legumbres y cereales,
la remolacha y el lúpulo, y después
se cobrasen por algo más
que el umbral de la miseria.
En mi infancia se trillaba el trigo en las eras,
encendíamos hogueras en la orilla del río
para asar patatas y cangrejos,
cada día se pastoreaban unas cuantas decenas
de vacas que se devolvían mansas
a sus rediles al atardecer.
No había asfalto ni tampoco basuras,
todo se aprovechaba y todo circulaba
en aquel enjambre de necesidad
que ahora tachamos como pobreza.
Aquel niño urbano vuelve siempre
a la memoria de estos prodigios austeros,
a la soledad y las noches en que se refugiaba.
El mismo relente, la misma caducidad
de las sorpresas, el mismo territorio cíclico.
No cesamos de imaginar que tenemos raíces
en algún lugar de este mundo al que nunca
fuimos invitados y en el que sólo pretendemos
existir, con algún sentido, hasta que nos fallen
las fuerzas o la intención. Mímesis,
evocación, generosidad, en fin, con todo
lo leve y único que nos nutre.
Fotografía: Henri Cartier-Bresson
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