Les pregunté a los ibis
cuyo largo pico curvo me suscitó
un exótico interés. Y no entendí
su encriptado lenguaje.
Les pregunté a los lemures de cola
rayada como un timón del aire,
pero seguían a lo suyo y se iban
por las ramas con plena asertividad.
Les pregunté a las tortugas chinas
y a los ojos chinos que las contemplaban
ajenos a toda la prehistoria anfibia
y al tráfico de millones ensordecedor
que sería lo que les cobijaba
en su mutismo y en el susurro esbozado.
Les pregunté a las entidades verticales
poco orgánicas, por si alguien
se hallaba detrás del espejo dando
el pecho, respirando sin escabrosos
sentimientos de culpa.
Les pregunté a los añicos de mi memoria,
a lo que quedaba de mis anhelos oxidados
en caso de que pudiera aún
reconocerme en la tosca y tortuosa
voluntad de existir.
Después de veinte horas de vuelo
transcontinental regresé a casa
e interrogué desde el mismo silencio
a los rostros que me inspiraban
profundidad de campo y la caricia
naranja de estas tardes otoñales,
espléndidas y acrisoladas.
Todo ha sido inútil, no hay explicación
posible para amortiguar los golpes
de la decepción, su vaporoso
repercutir en alguna latitud incógnita
como la que ocupaban esas islas
barridas del mapa por algún furioso
ciclón tropical.
Fotografía: Miguel Martínez
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