La muerte no se ha olvidado
de Keith. Lo ha asediado
durante un año. En unas horas
ha inundado de sangre
su cerebro. Lo ha arrastrado
a su paz de muertos,
a su orden indiscutible,
a la planicie esteparia
de toda ley ajena.
No conocía a Keith.
Hablé con él varias veces
durante la semana.
Concertamos una cita.
Yo caminaba ligero por
las calles extrañas,
contemplaba el pelo lacio
de las mujeres hermosas
y la lluvia resbalando dulce
por sus hombros
desnudos.
Le envié un mensaje para
confirmar la entrevista.
Me respondió su compañera.
Keith había fallecido
ese mismo mediodía.
Por la violencia de su latir
recordé que yo también
tengo corazón,
que también es frágil
y que también se rendirá
algún día.
Que todos esos edificios
persistirán,
que toda esa belleza
persistirá ahí fuera,
que solo mueren nuestra
vanidad y los anhelos
de plenitud.
Pregunté por Keith,
por su edad y por algunos
retazos de su vida.
Necesitaba darle forma
a ese lapso y a ese umbral
en que lo conocí.
Todo se reducirá
a esa breve memoria.
Seremos para otros
un recuerdo fragmentario,
una imposible
comprensión.
Pero no hay ninguna prisa.
Conocemos el letargo nocturno.
Ya probamos los lechos de piedras
y el sabor amargo de la pérdida
de toda dicha
divina.
La pulsión de muerte
no puede alimentarnos.
No hay otra certeza. Keith
ya no está vivo
y nuestros ojos
no pueden cesar
la búsqueda.
2 comentarios
ateopoeta -
Luis Martínez -