Once grados en diciembre
y en bicicleta no son para tanto.
Es más, parecían desviarse
de mi rostro candente
a medida que avanzaba
por unas calles estáticas
con su murmullo nada
insurrecto.
No sé por qué los semáforos
estaban todos en verde.
O por qué no les hacía caso
como tantas veces en mi
inconsciencia, como si sólo
confiara en las señales
de tráfico que me voy
imponiendo.
Esa llama,
esa levedad,
esa sonrisa tonta,
esa mística
-incluso-
de la ciudad ausente,
sucedían tan sólo
porque unas horas
más tarde
me encontraría
con tu llama,
con tu levedad,
con tu sonrisa
-mucho más sabia-
y también
con una ausencia,
esa
que todavía
hiere.
Fotografía: Evelyn Hofer
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