Se besaban salvajes,
a golpes, con ansiedad,
también con una dilatada
ternura, degustaban
su piel estremecida,
acoplaban sus torsos
como el agua al lecho
de su cauce, de pie,
con urgencia, en la plaza
de la estación.
El chaval que observaba
aquella escena milagrosa
se relamía maravillado,
intuyendo que eso debía ser
lo más apetecible
de este mundo.
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