Otra generación, cincuenta años más repitiendo los mismos gestos, construyendo artefactos, logrando que se abran lagunas de sueños en el áspero imperio del asfalto. Aquel hombre que regentaba el taller de bicicletas con la solera de su oficio y su inglés básico pero riguroso en los términos, logró arrancarnos un hilo de ternura. Lo había heredado de su padre, desde la infancia, nos dijo. Apenas dos huecos en una fachada con tiendas anónimas y envejecidas. Dos minúsculos cuchitriles colmados de herramientas e ingenios almacenados casi hasta el techo. El precio del metro cuadrado manda más que nada en esta urbe. Una autopista elevada, uno de esos corredores de alta capacidad que conducen directo al aeropuerto, justo enfrente, haciéndole sombra. Cincuenta años delante de esos pilares de cemento y de millones de coches cruzando por sus pupilas inmunes, concentradas en los engranajes, los rodamientos, el aceite lubricante. Ningún mueble era nuevo, no había ni la más mínima concesión a objetos decorativos y superfluos. Y, sin embargo, cada cosa tenía su lugar. El trabajo afanado, constante, hábil y templado, sin excesos de optimismo ni de tristeza, iluminaba más que todas las lámparas. Su hijo, aún adolescente, observaba las operaciones y supongo que admiraba cada obra. La mujer se acercó a nosotros con una calculadora plastificada para mostrarnos el precio sin lugar a dudas. Al final de la transacción, después de conversar, fue cuando remarcó que llevaba cincuenta años en el negocio, aunque esa palabra -"negocio"- ni siquiera se asomó a sus labios. Nos fuimos contentos, con todas las articulaciones de la bicicleta ajustadas y engrasadas, ya al filo del crepúsculo. La ciudad, al final, no está tan llena como registran en bruto las estadísticas, siempre quedan algunos espacios más diáfanos que otros. Como si descubrirlos y recorrerlos fuera lo que nos concede alguna identidad posible. Y pedalear por ellos es el regalo de tiempo que nos entusiasma y levanta el ánimo cada día.
Fotografía: Carmen Acero
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