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ateo poeta

 

Tiburones. Dicen que hay tiburones en estas costas, muchos tiburones. Probablemente más con corbata y en sus pisos de lujo, ascendiendo cada día -y descendiendo, tanto tiempo perdido- varias decenas de alturas en edificios acristalados y los domingos sacando a pasear sus coches supersónicos que solo pueden aparcar después de ir en procesión, pues los atascos de Hong Kong son antológicos, aunque algo más fluidos durante el fin de semana, es decir, el domingo, pues el sábado se trabaja oficialmente y el domingo no menos, extraoficialmente, según el parecer de todo cuerpo humano asustado por el vértigo de un despido sin subsidios ni indemnización o por una jubilación en el más miserable abandono de todo vínculo social. Tiburones y superricos. Peceras y superpobres. Es una ciudad de contrastes, qué duda cabe. Torres escuálidas y con fachadas de colores pastel, descascarilladas en muchos casos, punteadas con la emergencia improvisada de las cajas de aire acondicionado. A su lado: torres anoréxicas con apartamentos de lujo, no mucho más amplios, pero con porteros y guardias de seguridad en las entradas, denominaciones grandilocuentes de los complejos e iluminaciones despampanantes en los recibidores. Lo viejo que no acaba de morir. Lo nuevo que no deja de nacer. Y algo se quiebra entre los dos extremos en constante fricción. Y los tiburones que no dejan de acechar. Todo lo viejo puede ser renovado, transformado, revalorizado, sólo hace falta mover los resortes adecuados. Acallar las voces discordantes. Colocar el cartel más vistoso en lo más alto. Alinearse con la imagen del consenso, del neón y del skyline inimitable en todo el sudeste asiático. Atraer a los tiburones de China que son la fuente de las inversiones ahora. Pagarles un mínimo mensual (que en la práctica se acaba convirtiendo en un máximo) de HK$ 3920 (unos 392 €) a las mujeres filipinas e indonesias que trabajan como internas en el servicio doméstico, veinticuatro horas al día, seis días a la semana. Después, el domingo, extienden sus plásticos y sus cartones en las plazas, en las aceras y en los parques, se visten sus mejores galas y bailan o flirtean con los pakistaníes o hindúes que las cortejan. A fin de cuentas, los tiburones que merodean por las playas, sometidos a un escrutinio profesional por los vigilantes de las mismas y alejados de la carne fresca de los bañistas gracias a las mallas metálicas que (en teoría) los repelen, quizá no sean tan peligrosos.

 

 

Fotografía: Miguel A. Martínez

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