El que interrumpe,
no una ni dos veces,
con sus raquíticas
ocurrencias
y sus guiños espantosos,
cargado de la árida
razón
y la desmadejada verborrea
que no conoce embalse
ni estética
continencia.
El ventrílocuo,
desde el atril,
que monologa con las estrellas
y aterriza abstruso
en un desierto de comprensión
por culpa merecida
de las oscuras falacias
que tiñen su impoluto traje
de corte técnico.
Y lo peor:
el público cómplice
y ceremonioso de funeral
que no pone el grito
en el cielo
ni se sonroja con la vergüenza
ajena
o aplaude con su rictus
de moflete,
impávido ante los nudos
que la historia aprieta
en sus gargantas.
Ilustración: Miguel Brieva
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