La claridad
de la voz
por la mañana.
El ritmo y el peso
del cuerpo
al andar.
Las pulsaciones
más o menos
ágiles
sobre el teclado.
La fuerza aplicada
al entornar
la puerta o abrir
los cajones.
Los gestos firmes
de las manos
y del saludo.
El abismo denso
y sostenido
de la mirada.
No hay maquillaje
ni convención
que puedan ocultar
la más deliciosa
o la más triste
de las noches.
Fotografía: Gabriele Noziglia
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