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ateo poeta

 

Después de una jornada

vacilante

toca la sesión de yoga.

 

Flexionar

lo que mantenemos rígido,

desentumecer

los hábitos perezosos.

 

Ahí me siento torpe

y el último de la fila.

Una verdadera

cura de

humildad.

 

Casi siempre, en las horas

anteriores,

enumero las posibles

excusas

que me librarían

del sufrimiento infligido

por esas posturas

acrobáticas.

 

O será que me duele

ver lo fácil

y angelical

que les resulta

su ejecución

a los demás practicantes.

 

Morder el polvo

y sudar la gota

gorda.

No queda otra opción

una vez que firmas

el contrato.

 

Sólo por unos instantes

acaricio esa alegría

blanca y vacía

y turbadora

cuando el cuerpo

responde

a las exigencias

del equilibrio.

Sólo cuando ceden

los párpados

a la gravedad

y uno se pregunta

qué hace ahí

meditando

en silencio

y sobre los minutos

que restan,

junto

a unos perfectos

desconocidos.

 

La recompensa final

son las palabras

terrenales

de la diosa

que ha orquestado

toda la ceremonia,

cuando te calzas

con premura

y te vas despidiendo

al bajar las escaleras

y sus ojos

se detienen en los tuyos

una eternidad

que, desde luego,

no te mereces.

 

 

Fotografía: Dara Scully

 

 

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