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ateo poeta


Es época de exámenes, mayo.

Otra universidad. Es mi destino más
frecuente. O la treta para conocer
ciudades.

En esta ocasión es Estambul.

El recinto es un viejo mastodonte
de jardines y edificios al lado
del Gran Bazar, en Beyazit.

El casco histórico. Un hormigueo
de transeúntes y no menos
sedentarios.

Las Facultades de Derecho
y de Ciencias Políticas
están situadas frente a frente.

Saquen sus consecuencias.

Continúo con la sobredosis de té,
ahora a la sombra de un toldo
con franjas amarillas y blancas.

Aquí observo menos mujeres
con pañuelos en la cabeza.

Recuerdo que el Presidente turco
quería imponer el atuendo
tradicional, islámico,
en todos los centros educativos.

Las tensiones latentes, el orgullo
cosmopolita, el cruce de caminos.

No se suprimen las libertades
de un plumazo.

¿Cuántos periodistas permanecerán
arrestados?

Ozan y Eser insisten en las acusaciones
que recibieron
cuando las batallas en el parque de Gezi:
terroristas, terroristas.

No era solo la defensa de tres árboles.

La gente joven a mi alrededor
conversa, revisan apuntes, subrayan
libros, fuman,
juegan al baloncesto.

Yo marco en rojo las páginas impresas
que llevo en la mochila
para matar el tiempo.

Sin prisas. Soy dueño de mis cadenas
y el olor de las flores templadas
es un privilegio.

Hay más rostros
en los que se presiente
una voluntad de evasión.

La luz de los cuerpos es más
adictiva
en primavera,
por mucho que recen
en las mezquitas,
por mucha transacción
comercial
aquilatando valores
y necesidades.

El Bósforo. Asia y Europa.
Guerras de religión,
en apariencia.
Transiciones. Puentes.
La leyenda del orientalismo.

¿Es una actitud moderada
el cruzar
de un extremo a otro?

Hay congresos soporíferos
y letales.

Mis ideas reclaman otros
caldos de cultivo.

Sobre la hierba se esparcen
columnas quebradas
de piedra gris o cemento.
Alegorías. Se les da
un buen provecho
como muebles
para el reposo.

Me recuerdan a las ruinas
del imperio. A las potencias
coloniales y sus embajadas
prepotentes.

A los golpes de Estado
tantas veces protagonizados
por el Ejército. Y a la caza
de brujas y revolucionarios.

A la entrada del campus
los vigilantes supervisan
las pruebas
de identidad.

Una súbita manifestación.
Pancartas, consignas.
Policías con sus cascos
colgando de los brazos,
a cierta distancia.

En el campus no hay niños
sirios o kurdos buscándose
la vida.

Restos de sandías. Mazorcas
de maíz por una lira.

Inmigración, pobreza, barrios
decadentes esperando
las excavadoras, Tarlabasi.

Turismo.

En el tranvía escucho los nombres
de las estaciones de una forma
que prejuzgo no literal.

Para eso viajamos.
Para reconocer
la literalidad de cada idioma
según su punto de vista.

Y los amplios márgenes
de interpretación. Y los
contextos.

Desde fuera solo nos
atiborramos de lecturas.

Los cuerpos reales dicen
lo que las palabras
no pueden.

O constituyen
alguna mutualidad.

Articulaciones óseas, gestos,
heridas, sudor.

Un ecosistema
que no da tregua
a la soledad
ni a las obsesiones.

Por eso me inclino
por las fotografías
en blanco y negro.

Nunca sé lo que finalmente
revelarán.

 

Fotografía: Miguel A. Martínez

 

 

 

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