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ateo poeta

 

 

Un hombre desnudo, bailarín, con la piel tostada

y una suave musculatura, posa en el medio

del salón. Medita. Bandadas de pájaros negros

surcan la viscosidad de sus ideas y un mar apacible

al que huye los días de asueto. Dieciséis pares

de ojos observan esa superficie y eluden cualquier

gesto de sexualidad. Carboncillos, acuarelas, tintas

y trazos en el aire. Apenas unos mensajes lacónicos

en los labios del instructor. El modelo se esculpe

a sí mismo. Nadie mira a nadie pues hay que arañar

en la oscuridad propia. Todos se miran mutuamente

pues la soledad de lo nuevo es un huracán que agita

las amapolas de lo absurdo. A mi inquisición

responden: es una atmósfera. Un velo. Rituales.

Llega la hora del fin del contrato. Envainan sus

pinceles. Tiempo de humo y de alcohol y de

satisfacer los instintos del estómago. La espuma

de los violines en la orquesta determina que el

centro de atención se vista con sus ropas y

que el resto del grupo se descubra.

 

 

Fotografía: Miguel A. Martínez

 

 

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