UNIVERSOS PARALELOS
Al acabar el acto oí cómo un profesor le comentaba a un joven ayudante “es de lo más aburrido, año tras año, igual.” Rutinas institucionales. Y no hay escapatoria. Al llegar estas fechas es ineludible el acto de graduación. Nos ataviamos con un traje negro de frunces aterciopelados y un birrete que parecen extraídos de la prehistoria eclesiástica. Caminamos en procesión solemne, poco menos que funeraria. Y el personal al cargo nos instruye acerca del asiento que debemos ocupar en el escenario con el que han remozado la pista de baloncesto. ¿Cuántos estarán ahora consultando su teléfono móvil? Contándome a mí, me refiero. Yo lo he ocultado entre las páginas del programa de festejos. Disimulo de la misma manera que lo hacen mis alumnos en clase. Es una técnica depurada, similar a la que se adopta cuando se hacen trampas en un examen. Cara de póquer. Ni mucho entusiasmo, ni una sospechosa desidia. Me distrae también la insólita concentración en el ritual de una colega en otra fila, a mi costado izquierdo. Durante la marcha hacia el polideportivo me dijo que era primeriza en este tipo de eventos. Esa distancia de varios metros, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, después de un rápido contacto, desenfadado, bajo el pretexto de cualquier conversación banal, promete atracciones fatales. Ya veremos. Reincido en mi cara de póquer.
En el curso pasado hubo que desalojar a toda prisa por un aviso de bomba. Todos los indicios apuntaban a alguna venganza pasional, a saber entre qué partes implicadas. Qué mejor oportunidad para mostrar el agravio con familiares y autoridades de todo rango presentes. ¿No se celebran acaso los matrimonios a voz en grito y con toda fanfarria? ¿Por qué iban a ser menos los desamores, con más razón si son escandalosos e intolerables a los ojos de la mansedumbre? Fuera como fuere, la sangre no llegó al río y nos obligaron a desfilar de nuevo.
Este año el protocolo ha vuelto a saltar por los aires. Y, lo reconozco, estos incidentes me causan una íntima satisfacción. Tras la tediosa entrega de diplomas, los aplausos intermitentes y las fotografías de rigor subió al escenario una estudiante. Se colocó delante del micrófono en el atril y procedió a declamar su discurso de despedida. En realidad, todo estaba amañado de antemano. De hecho podíamos seguirlo al pie de la letra pues se hallaba impreso junto al resto de formalidades que nos facilitaron. Mis ensoñaciones en ese momento se regocijaban con la memoria de una profesora casada con la que estuve liado durante largos meses. ¿Qué pensaría ella de todo este tinglado? ¿Nos mofaríamos de toda esa seriedad impostada en alguna de nuestras escapadas clandestinas? ¿Daría pie a una sesuda discusión acerca del capital simbólico y del incierto mercado de trabajo al que abocamos a los recién titulados? En el auditorio calculé no menos de mil quinientas almas resignadas. La mayoría pendientes ahora del discurso en inglés de la estudiante elegida para la ocasión. Por supuesto, nadie expresó la más mínima mueca de incomprensión por más que tal idioma les resulte totalmente ajeno a un elevado porcentaje de las familias y amistades que acompañan a los graduados. La estudiante, en todo caso, poseía un notable dominio de la dicción en una lengua que no era la suya materna, pero que, como todo el mundo sabe, le otorga un indudable prestigio a la universidad para situarse en la liga global de instituciones semejantes. Sin perder la compostura comenzó a leer y en cada párrafo iba añadiendo una frase que no constaba en el texto distribuido, que es una forma suave de decir que había sido censurado con antelación. Que si “la lucha de los estudiantes”, que si “la libertad y la democracia”, que si “las injusticias sociales frente a las que debemos dirigir nuestro conocimiento”, que si “la desobediencia puede ser necesaria.” Me alegró el día. Todavía hay esperanza, me dije. Y, de súbito, para culminar, desplegó un paraguas de bolsillo como símbolo de uno de esos movimientos de protesta que están en boga. Todo lo cual le granjeó el eufórico aplauso de una buena parte del público, incluso del poco ducho en la mencionada lengua franca.
Benditos universos paralelos, pareció exclamar una voz interior en justa correspondencia. Mi amante se había mudado de país con toda su prole y era triste esa ausencia de complicidad cotidiana que solía aguardarme al volver a casa. A menudo, es verdad, solo a través de mensajes de texto. Pero ese arreglo a mí no me incomodaba. Siempre prometía algo más. Al caminar de vuelta a los vestuarios noté que los adustos profesores rompían filas con impaciencia y daban rienda suelta a la tensión acumulada con bromas y chascarrillos. La gente sonreía. Una brisa de cierta felicidad peinaba los cientos de rostros desconocidos. Concluyó la partida y prefiero no pensar en la que jugaremos en el próximo curso académico.
Fotografía: Nobuyoshi Araki
UNIVERSOS PARALELOS
Al acabar el acto oí cómo un profesor le comentaba a un joven ayudante “es de lo más aburrido, año tras año, igual.” Rutinas institucionales. Y no hay escapatoria. Al llegar estas fechas es ineludible el acto de graduación. Nos ataviamos con un traje negro de frunces aterciopelados y un birrete que parecen extraídos de la prehistoria eclesiástica. Caminamos en procesión solemne, poco menos que funeraria. Y el personal al cargo nos instruye acerca del asiento que debemos ocupar en el escenario con el que han remozado la pista de baloncesto. ¿Cuántos estarán ahora consultando su teléfono móvil? Contándome a mí, me refiero. Yo lo he ocultado entre las páginas del programa de festejos. Disimulo de la misma manera que lo hacen mis alumnos en clase. Es una técnica depurada, similar a la que se adopta cuando se hacen trampas en un examen. Cara de póquer. Ni mucho entusiasmo, ni una sospechosa desidia. Me distrae también la insólita concentración en el ritual de una colega en otra fila, a mi costado izquierdo. Durante la marcha hacia el polideportivo me dijo que era primeriza en este tipo de eventos. Esa distancia de varios metros, ni demasiado cerca ni demasiado lejos, después de un rápido contacto, desenfadado, bajo el pretexto de cualquier conversación banal, promete atracciones fatales. Ya veremos. Reincido en mi cara de póquer.
En el curso pasado hubo que desalojar a toda prisa por un aviso de bomba. Todos los indicios apuntaban a alguna venganza pasional, a saber entre qué partes implicadas. Qué mejor oportunidad para mostrar el agravio con familiares y autoridades de todo rango presentes. ¿No se celebran acaso los matrimonios a voz en grito y con toda fanfarria? ¿Por qué iban a ser menos los desamores, con más razón si son escandalosos e intolerables a los ojos de la mansedumbre? Fuera como fuere, la sangre no llegó al río y nos obligaron a desfilar de nuevo.
Este año el protocolo ha vuelto a saltar por los aires. Y, lo reconozco, estos incidentes me causan una íntima satisfacción. Tras la tediosa entrega de diplomas, los aplausos intermitentes y las fotografías de rigor subió al escenario una estudiante. Se colocó delante del micrófono en el atril y procedió a declamar su discurso de despedida. En realidad, todo estaba amañado de antemano. De hecho podíamos seguirlo al pie de la letra pues se hallaba impreso junto al resto de formalidades que nos facilitaron. Mis ensoñaciones en ese momento se regocijaban con la memoria de una profesora casada con la que estuve liado durante largos meses. ¿Qué pensaría ella de todo este tinglado? ¿Nos mofaríamos de toda esa seriedad impostada en alguna de nuestras escapadas clandestinas? ¿Daría pie a una sesuda discusión acerca del capital simbólico y del incierto mercado de trabajo al que abocamos a los recién titulados? En el auditorio calculé no menos de mil quinientas almas resignadas. La mayoría pendientes ahora del discurso en inglés de la estudiante elegida para la ocasión. Por supuesto, nadie expresó la más mínima mueca de incomprensión por más que tal idioma les resulte totalmente ajeno a un elevado porcentaje de las familias y amistades que acompañan a los graduados. La estudiante, no obstante, poseía un notable dominio de la dicción en una lengua que no era la suya materna, pero que, como todo el mundo sabe, le otorga un indudable prestigio a la universidad para situarse en la liga global de instituciones semejantes. Sin perder la compostura comenzó a leer y en cada párrafo iba añadiendo una frase que no constaba en el texto distribuido, que es una forma suave de decir que había sido censurado con antelación. Que si “la lucha de los estudiantes”, que si “la libertad y la democracia”, que si “las injusticias sociales frente a las que debemos dirigir nuestro conocimiento”, que si “la desobediencia puede ser necesaria.” Me alegró el día. Todavía hay esperanza, me dije. Y, de súbito, para culminar, desplegó un paraguas de bolsillo como símbolo de uno de esos movimientos de protesta que están en boga. Todo lo cual le granjeó el eufórico aplauso de una buena parte del público, incluso del poco ducho en la mencionada lengua franca.
Benditos universos paralelos, pareció exclamar una voz interior en justa correspondencia. Mi amante se había mudado de país con toda su prole y era triste esa ausencia de complicidad cotidiana que solía aguardarme al volver a casa. A menudo, es verdad, solo a través de mensajes de texto. Pero ese arreglo a mí no me incomodaba. Siempre prometía algo más. Al caminar de vuelta a los vestuarios noté que los adustos profesores rompían filas con impaciencia y daban rienda suelta a la tensión acumulada con bromas y chascarrillos. La gente sonreía. Una brisa de cierta felicidad peinaba los cientos de rostros desconocidos. Concluyó la partida y prefiero no pensar en la que me toca jugar el próximo curso académico.
0 comentarios