Llegas
a una ciudad flotante
y todo es recién satinado
y todo es inmortal,
depósito de huesos y ruinas,
capa a capa.
El sermón del primer ministro
con su impostura de orden.
Las posesiones arrebatadas
por las cucarachas
universales.
Las agujas del reloj llamando
a filas, sudor y lágrimas.
Asoman los acaparadores
su micelio -ni órganos siquiera-
entre la sólida y porosa
cotización.
Y resplandecen con ardor las decrépitas
zonas ajardinadas.
Y hace un añil de película cómica.
Y estrenan lo novísimo de la muerte.
Llegas a una ciudad
que aún te desconoce y ya se inunda
de volcanes
y de criaturas
astrofísicas.
Que te indica el sentido
antagónico
que dice la muchedumbre:
el plano subterráneo, las señales
de humo.
Los servicios secretos
nunca se toman vacaciones.
Aunque nazcan hongos en tránsito
a la existencia
y tu duermas asida al mástil
esperanzado
de la historia.
Llegas
a una ciudad delirante
de la que apenas nos separan
la cúrcuma
y la mecánica
del avión.
Fotografía: Sára Saudkova
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