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escuela primaria

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Todavía duerme. Los domingos por la mañana nos gusta remolonear. A veces, como hoy, me despierto la primera y me quedo unos minutos pensando. Pongo un libro en mi regazo, por si se despierta. Hago como que leo. Para que no me pregunte en qué pienso. Es una pregunta irritante. Los pensamientos vienen y van mientras la luz vespertina se intuye tras las cortinas. En verdad, son los pensamientos los que me desentumecen bruscamente. Como si te asestaran un golpe de conciencia. Un golpe de timón: esta es tu vida, eres feliz, pero cuidado, todo lo que llega a inundarte se puede esfumar a la misma velocidad. Los domingos como hoy me gustaría ir a dar un paseo largo por un bosque fresco y húmedo. Pero vivimos en pleno centro de Madrid. Y, además, cuando Juan se despierte seguro que hacemos el amor. Como dos cachorritos que se van arrebujando mutuamente, con toda naturalidad. Sólo tengo que esperar a que los rayos de sol empiecen a herir sus párpados. Es el día de la semana en el que el tiempo es más lánguido, se estira y no consulta el reloj de mis pensamientos.

 

A lo que más vueltas le doy es a la idea del destino. Bueno, por llamarla de alguna manera. Algo así como: ¿Por qué estoy aquí, con este hombre maravilloso a mi lado? ¿Cómo voy a vivir lo que viene enseguida, en unas horas, mañana, en los próximos años? No siento pánico, ni mucho menos. Por mi edad aún podría permitirme ser arrogante y desafiar el futuro. Casi cuarenta, en lo mejor de la vida. Aunque desde niña sé que en cualquier momento la vida puede ser traicionera y todo puede acabar de repente. Soy precavida, incluso en el refugio de mis meditaciones. Es un milagro que esté aquí, ese cuerpo mecido por los sueños. Pero cualquier día puede dejar de estar. Por eso me gusta deleitarme con cada instante.

 

Juan ha sido un regalo reciente del destino. Hace sólo un año que vivimos juntos, pero nos conocemos de toda la vida. Es como si te reencontraras contigo misma, con todo lo que has sido. O, mejor, con todo lo que podías llegar a ser cuando tan sólo eras una niña. Juan iba a mi clase hasta sexto curso de primaria. En séptimo, sus padres se mudaron a León y lo hicieron desaparecer de mi infancia llena de pájaros en la cabeza. Casi no me di ni cuenta. Era lo normal, los niños venían y se iban, como los días, los cursos, los pensamientos y la regla, poco después. De Ponferrada, aquella pequeña ciudad de provincias con montañas de carbón amontonadas en cualquier lado, yo también me fui unos años más tarde. A estudiar sociología en Madrid. Pero regresaba regularmente a aquel vergel de cerezas resplandecientes y recuerdos de libertad. Juan había sido uno de aquellos niños con los que nos escapábamos con las bicicletas cruzando puentes y ascendiendo colinas. Terribles cuestas que hoy veo demasiado empinadas y lejanas. Aunque ahí siguen, inamovibles.

 

Con diez años ya jugábamos a darnos besos en los servicios del colegio y hasta en la capilla de aquel curioso colegio de monjas donde tuvimos nuestras primeras clases de educación sexual gracias a un profesor seglar que tocaba la armónica y parecía un santo. Eran unos besos inducidos. Fruto de un “a qué no te atreves”, “te toca besarte con Juan”, “se trata de besarse en silencio porque como nos pillen se nos cae el pelo”. Beso, verdad o consecuencia. Nunca me olvidaré de aquel cosquilleo entre las piernas y haciendo temblar todos los poros de mi cuerpo. Hasta que la sangre se concentraba en los pómulos sonrosados y ardientes como los de caperucita roja. En una de las excursiones campestres que se hacían para celebrar el magosto recuerdo que el guión marcado en el juego exigía besos con y sin lengua, breves y de varios minutos de duración, acompañados o no de caricias en aquellos muslos desnudos apenas cubiertos por nuestras faldas a tablas. Los días y los años transcurrían a velocidad de vértigo. Igual de fluctuantes eran los niños que te gustaban. Juan había estacionado en mis deseos por algún tiempo de aquel inestable transcurrir. Y un verano se evaporó de repente, aunque supongo que sus huellas seguían ahí varadas, inamovibles como aquellos gigantescos cucuruchos de carbón.

 

Más que suponerlo, hoy tengo la certeza de que nuestro reencuentro hace poco más de un año desanudó aquellos miles de cosquilleos de la infancia. Las miradas en clase. Los juegos a pillar en el patio. Los escondites entre las habitaciones perfumadas y prohibidas del colegio. Sus padres habían alquilado durante décadas la casa que dejaron en Ponferrada hasta que hace cinco años Juan volvió a ocuparla. Se había convertido en ingeniero agrónomo y los cerezos, los castaños o las vides del Bierzo, constituían una porción de su paraíso perdido que había decidido recuperar. Me dijo que había preguntado por mí a alguna compañera de escuela. Lo cierto es que ya no conocía a casi nadie y la misma ciudad, con nuevas zonas urbanizadas, se había tornado irreconocible y un poco extraña incluso para él que la tenía grabada en cada estría de su cerebro, categoría alevín. Quizás me lo dijo para halagarme. El día del reencuentro, con aquel fogonazo. Durante esos años yo casi no iba a visitar a mis familiares a Ponferrada, pues el trabajo me obligaba ya a bastantes viajes, cuando no me reclamaban mis amigas madrileñas para otros viajes o para curarnos mutuamente las heridas de la edad. Todas insistían en que la vida es corta y el mundo muy grande. Hay mucho que ver y “tú no puedes dejar de lucir tus ojazos de vampiresa”, me decían con su habitual picardía. Tenían razón. Romper con mi pareja después de una larga década de estéril noviazgo no sólo me había dejado unos kilos de más, realimentados en gran parte por los sucesivos viajes fundamentalmente gastronómicos. También una cierta sombra de desesperanza en la mirada. Alguien tendría que soplar lejos esos polvos de maquillaje.

 

A Juan le gustaba andar por el monte y los campos de cultivo. Curtiendo su piel al sol. O bajo la lluvia torrencial del otoño. En ese medio parece una suerte de zahorí, atento a cualquier signo de la naturaleza para contrastarlo con su libro secreto de taxonomías o para llevarse algo al paladar. En la ciudad, sin embargo, parece un niño grande y perplejo. Algo despistado. Así me lo encontré sentado en la terraza de una cafetería en la plaza de la Encina. Enfrascado en un libro, rodeado de varios periódicos y revistas desperdigados por la mesa. Quizás nos habíamos cruzado ya en varias ocasiones a lo largo de los años que él llevaba ya instalado en Ponferrada. Hasta podíamos habernos sentado antes espalda contra espalda en la misma plaza donde nos reconocimos después de tantas travesías. Quién sabe. Aunque me estremece sólo el pensarlo. Cuántos instantes le habríamos sacado de ventaja a los milagros de la vida. En cualquier caso, llegó para no marcharse. Y yo le ofrecí otra estancia en las ruinas de mi castillo, todavía con aquellas almenas de carbón en el fondo de un pasado cada vez más borroso y alejado. Nada en él destacaba especialmente. Sin embargo, no tuve ninguna duda de que era el viento que necesitaba, el abrazo seguro a una felicidad aletargada durante mucho tiempo.

 

Está a punto de despertarse. Las cafeteras de los vecinos silban a coro. Una aspiradora. Ambulancias. A veces me arrepiento de haberle extirpado de la ciudad de sus sueños. Aquí, el pobre, ha acabado trabajando en una editorial. Pero supongo que los dos nos necesitábamos. O, por lo menos, necesitábamos a alguien que replicase aquellos amores sencillos, descuidados y escalofriantes de la infancia. Nada más. Y no nos valían sucedáneos. En eso hemos sido intransigentes. O así me gusta pensarlo. O será que ahora, ante cualquier deriva o zozobra, sólo nos queda la esperanza de amarrarnos a nuestro pasado. Al que nos proporcionó la más salvaje sensación de dicha. No sé. Ya hemos andado mucho. Muchas aventuras y tentativas. Ahora tenemos este nicho. Sólo los domingos por la mañana parece que me doy cuenta de su verdadero valor. Luego, todo vuelve a desvanecerse en la rutina. Mientras, él sigue aquí. Ya empieza a rebullir. Se despereza. Posa sus dedos en lo más alto de mis muslos y me dice que hoy iremos a dar un largo paseo por un bosque fresco y húmedo. Y entonces me siento nadando en la abundancia.

 

2 comentarios

ateopoeta -

Me alegro de que te guste, Cris. Y eso que al final no introduje ningún drama, muerte, abandono... La vida, a veces, te da sorpresas como esta. O nos gustaría que nos las diese, ¿no? ¿Será que, al final, sólo nos quedan los domingos por la mañana para ser felices? Lástima que esos días abramos los periódicos...

Cristina -

PRECIOSO. Ya está. Me lo imprimo para releerlo este domingo en la cama.