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dependencias

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Mi padre era un alcohólico.

 

Han pasado casi cuarenta años

y todavía me despierto a las cinco de la mañana

enunciando esa frase.

 

¿Un simple desasosiego, una clarividencia, un hecho?

Después de meditar un rato sobre la causa de mi desvelo,

decido masturbarme para volver al descanso.

Al día siguiente se lo relato a mi hermana

(el desasosiego, no las fantasías inducidas para la eyaculación precoz).

Quizás lo que era ya no es, me dice,

o no era igual para ella que para mí, o para mamá, o para otros.

Ahora ya es viejo, no hay nada que temer.

 

Los siguientes días repaso todo lo evocado

por ese cráter en mis sueños.

“Mi padre era” hasta que decidí que dejara de ser.

Sin ceremonias, alejándome con parsimonia.

Y aunque nunca matas esa sombra de una vez por todas

ni la fratria conspiradora puede disolver el tabú,

el olvido es oxidante y corrosivo.

 

Mi hermana dice que ya no es tanto,

pero yo sólo veo a mamá en retrospectiva. Sus armarios

llenos de medicamentos, sus dietas, sus vacíos.

Y nuestras mudanzas precipitadas, la ausencia de raíces

excepto en aquellos largos veranos de sol mesetario y regadío,

sumido en mis cábalas, con todo el tiempo del mundo por delante.

 

“Un alcohólico”, sigo sistematizando como aquel niño aplicado

que acababa los deberes antes de llegar a casa

para luego respirar a pleno pulmón la libertad de las tardes

y el cine de los domingos.

El alcoholismo es una enfermedad. Punto. Y el tabaquismo,

y la mala vida. Allá él si no quiso poner remedio.

Era uno más, una víctima más de su tortuosa filosofía infantil:

no hay nada que hacer, sólo consumirlo todo.

Y de un país de abundancia para tanto funcionario sin rumbo:

qué fácil era llenarse la boca de izquierdismo

y maltratar a su mujer, arruinarla, suicidarse lentamente.

 

Yo no probé el alcohol hasta que empecé a sacudirme

esa memoria mortecina. Siempre construyendo una réplica inversa

a aquel escombro de paternidad, inventando una desde la nada.

El odio puede alimentar la creatividad, puede,

aunque camine y corra sobre un suelo de melancolía.

Mis hijos me lo repiten en el coche: esas canciones, papá, son tristes,

da igual el estilo de música, su olfato es perspicaz y atinado.

Yo, subyugado por mi narcisismo, me niego a reconocerlo:

soy feliz, soy feliz, soy el arquitecto satisfecho de mi vida,

he superado metas, danzo, bebo alcohol con moderación.

Hasta que hace mella la tregua terrible de las obligaciones,

la soledad propiciada y oracular.

Hasta que te das de bruces con el nihilismo:

¿cómo esclarecer el fin de tantas carreras?

¿qué culpa tienen mi padre y su alcoholismo de mi estética nómada?

¿de mi tímido izquierdismo? ¿de mis sentimientos escépticos?

¿de esa obscena voluntad de poder?

 

Han pasado casi cuarenta años

y, afortunadamente, a efectos estadísticos, la mayor parte de las noches

no padezco pesadillas.

 

 

 

8 comentarios

ateopoeta -

"paternidades" quería decir (sic)

ateopoeta -

Como enfatiza todos los viernes en su columna Juan José Millás, a menudo ya no sabes de qué lado de la línea estás: la ficción y la realidad se confunden y se engañan continuamente. Y quizás ese viaje de un lado al otro es lo que nos mantiene saludablemente despiertos (¡imaginad a esos locos-locos o a esos locos-realistas, todos fanáticos de su mundo exclusivo e incomunicable!). Sólo lo que ocurre "ahí fuera", sea más o menos accesible e inteligible (pero siempre interpretable) a nuestra subjetividad, marca la diferencia.

Por eso me resulta fascinante que Synnove y Polikarpov evoquen sus paternalidades y filiaciones gracias a mis palabras. Mi propia hermana me asegura que no fueron exactamente esas sus palabras cuando le comenté mis sueños. Pero yo le aseguro que eso es exactamente lo que pretendía: modelar sus palabras y mis sensaciones dando lugar a un ente (el poema) que tiene su propia vida, que ocurre "ahí fuera" para mí y para la sensibilidad de otros.

Al igual que sucede con los poemas de verdadero enamoramiento, hay algo magnético y provocador en esos poemas de "confesiones". Algo incontrolable hasta para quien los escribe. Han cumplido su objetivo, han servido para no adormecer, ni anestesiar ni intoxicar. ¡Por eso vuestra lectura me complace tanto!


Polikarpov -

Tal vez por vicio o deformación profesional, leo el poema como poema, no como confesión particular, ni como verdad compartida. Busco por lo tanto en estas palabras lo que conecta conmigo, con mi vida, mi pasado, mi infancia, mi forma de entender el mundo. Entiendo el poema como un interrogante sobre el origen o la causa de lo que somos ahora. Si es que hay causa y origen. También hay un tiempo para matar a Freud y ser responsables de nuestro presente.

Synnøve -

La infancia es una etapa de la vida, una estación de paso que deja una huella indeleble o más o menos pasajera en nuestra memoria celular. Un lugar en el que refugiarse o del que huir, del que tomar impulso o al que no volver. Más allá de las vivencias que se graban a fuego, hay instantes luminosos. Estuvimos ahí, pero siempre y ante todo somos. Y desde nuestro único y poliédrico ser nos vamos creando y recreando por el camino, sol@s y junto a l@s otr@s. Escribir nos ayuda a exorcizar el dolor y al compartirlo dinamitamos también su impacto, resquebrajando su monolítica y sombría carga. Éste es un acto valiente y sanador. Miguel, gracias, nos has ofrecido una dimensión muy íntima de tu ser que recibimos con la misma dosis de complicidad y amor que tú pones en esta ventana ciberespacial que nos une a tod@s l@s que estamos y somos en tu vida; traspasando las distancias físicas y vitales por las que cada un@ transitamos. Leyéndote, leyéndoos, se me ha abierto una puertecita. Con vuestro permiso, compartir los ecos propios de la infancia, donde mi “hueco” está lleno de silencios y soledad, que sigo tratando de trasmutar. Al leer a Polikarpov me ha llegado el recuerdo cálido del olor a bizcochos del horno de mi casa. Todos rellenos, pero sin palabras. Aunque llenos de amor porque supongo que cada un@ a su manera da lo que puede. Y, he estado demasiado tiempo sin hacer bizcochos porque yo también los daba a l@s demás en lugar de mis palabras. Ahora volveré a hacer bizcochos para mi y l@s demás, acompañándolos de mi ser. Y, en ese ejercicio terco, a veces sin rumbo fijo, pero siempre peleón, me vienen, entre otros, los acordes desgarrados de Violeta Parra cantando “Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado la risa y me ha dado el llanto. Así yo distingo dicha de quebranto”, o de Sam Cooke entonando a ritmo de Soul “Moon belongs to everyone, the best things in life they’re free. Best things in life they’re free, all of the good things, every one of the better things. The best, best things in life, they’re free.” Un cálido abrazo.

ateopoeta -

gracias a ambos por estar ahí y entender

hoy también estuvo otra riojana, con su bici, por aquí y tuvimos ese ratito imprescindible para compartir

con polikarpov seguro que nos vemos en la próxima velada poética que me propusiste

aunque parezca muy serio todo esto, de verdad, yo sigo siendo de la opinión de Siniestro Total: menos mal que nos queda Portugal ;-)

Una de las forjadoras de sueños -

¡Qué valiente me pareció este texto ¿poema, confesión, desahogo?

Casi todas y todos tenemos historias que nos revuelven las entrañas. Historias que nos vienen dadas, donde no hemos tenido mucha oportunidad para elegir. En cambio, sí podemos decidir cómo enfrentarnos a ellas, cómo compartirlas, cómo desenmascararlas y quitarles algo de fuerza al mirarlas de frente con cierta serenidad, con la sabiduría que aporta la distancia.

Me alegro de tu atrevimiento para compartirlas, del ofrecimiento que haces de tu vida, de la exposición de los devaneos interiores. Nos ayuda a seguir sintiéndote un poco más cerca, a pesar de la distancia y otras lejanías.

polikarpov -

Puede que la infancia nos amase la mirada. Pero también nuestra voluntad. También somos dueños y soberanos absolutos de una parte muy importante de nuestra historia

polikarpov -

PEGO MI RÉPLICA:

Entonces, cuando tenía padre y solía nevar en invierno, había dos cosas que me hacían muy feliz. Una era coger una gripe, tener fiebre, sentirme cuidado y pasarme leyendo sin parar esas semana de convalecencia. Otra era cuando mi padre me hacía un sencillísimo postre que consistía en nieve, zumo de mandarina y un poco de azúcar. Este postre, en pleno invierno, es el más delicioso que he probado nunca. Las mandarinas eran de nuestros árboles y la nieve la cogíamos con cuidado y sin apelmazarla en un campo próximo. Ese sorbete natural había que tomárselo deprisa porque la nieve se derretía rápido.
A los trece años perdí a mi padre. Después cambió el clima y la nieve comenzó a escasear en mi tierra.

Nada me ataba ya y me fui lejos, aprendí a cocinar, probé cuantos alimentos y guisos me ofrecieron en cualquier lugar del mundo sin ningún prejuicio ni remilgo. Descubrí también que si guisas a quién amas el amor dura más y es más intenso, pero también es más intensa y dolorosa su pérdida.

El domingo, como todos los años, me acerqué desde la ciudad hasta el pueblo a coger mandarinas. Ayer tuve que viajar al norte por trabajo y me sorprendió una nevada en el puerto. Paré a comer en un bar que conozco, buena gente con vino propio y comida muy sencilla. No pedí postre, solo un cuenco, una cuchara y un poco de azúcar, saqué las mandarinas que llevaba en el coche, llené el cuenco de nieve y me preparé aquel postre de mi infancia. El sabor era el mismo.

De nuevo en carretera, conduciendo despacio en medio de la nevada, me sorprendieron las lágrimas y tuve que parar.

No he hecho nunca a nadie este postre. Tal vez no lo haga nunca.

Pero hoy te lo escribo.