una piragua sin rumbo
Se subió al tren en Ciudad Real. Era un domingo de otoño, a media tarde, aún con mucha luz penetrando por los ventanales. Nada más verla asomarse por el pasillo comencé mi juego estadístico de probabilidades y aventuré que se sentaría a mi lado. No era difícil equivocarse pues el vagón estaba bastante repleto y apenas quedaban asientos vacíos. A esas horas Madrid succionaba a miles de almas y cuerpos procedentes de todas las esquinas peninsulares, residentes que habían apurado el fin de semana lejos de sus fauces, o masas ingentes de visitantes ocasionales atraídas por sus oropeles. Siempre ese destino seductor en mi vida, siempre volviendo a casa. ¿Y quién sería ella? ¿Qué tipo de sangre bulliría por sus venas? ¿Cómo sería su nido en Madrid, si es que tenía alguno?
Tuve suerte. Se desprendió de su ropa de abrigo y colocó rápidamente su equipaje. Su figura esbelta de una belleza dulce, como si fuera una venus eslava o árabe, se fue definiendo más nítida y perturbadora a medida que se acercaba a mí. Bajo una blusa azul entreabierta se podían adivinar unos pechos pequeños, alegremente sobresalientes de su torso. Sus vaqueros desgastados camuflaban unas piernas largas y que intuía fortalecidas gracias al ejercicio esporádico del voleibol o del patinaje, según mis cánones de las divas deportistas. Unas trencitas tímidas, horizontales, adornaban su melena lacia, pero eran, sobre todo, sus ojos rasgados y sombreados los que acentuaban un misterioso rostro enseguida declinado hacia la sonrisa. Preferí no dejar que una atmósfera pesada se instalase entre nosotros, como suele ocurrir tan a menudo en estos acompañamientos forzados entre seres anónimos, y le pregunté por el libro que se disponía a leer. “Una novela para adolescentes” respondió amable y taxativa, no sé si queriendo abortar la continuidad de la conversación o, simplemente, mostrando a las claras su verbo afinado. A primera vista me imaginé que tendría unos veinticinco años, pero aquella respuesta tan directa me hizo bajar el listón. Después de charlar un rato sobre el autor del libro y sobre la historia de amores, separaciones y reencuentros que narraba, me dijo que estudiaba el primer año de Medicina. De súbito interpreté su primera afirmación a la luz de la pícara mirada: “si quieres ligar conmigo, jovencito preguntón que podrías ser hasta mi padre, ten en cuenta que acabo de estrenar mi mayoría de edad y que hay muchas cosas que, seguramente, nos separan”. Y me quedé unos instantes cavilando, con la vista perdida en el paisaje volátil.
Entre mis manos yacía lánguida, supurando tristeza y fábulas desbordantes, una compilación de poemas de Juan Gelman. Cada una de sus dosis me arrebataba unos segundos y me devolvía al silencio y al horizonte del paisaje. Demasiada hermosura rozándome por varios flancos: en los lóbulos cerebrales, las evocaciones de los versos; en el aliento y el soslayo, los brazos y las piernas de aquella joven quién sabe si todavía algo adolescente que se erguía a mi lado, por más que la imaginase con su cabeza dormida reposando en mi vientre o, en otro momento fugaz y evasivo, con su sonrisa doblegada a un placer infinito mientras follábamos medio desnudos, a medio desvestir, amándonos con urgencia y precipitación en alguna habitación de las profundidades urbanas. De hecho, escenas semejantes son la que atisbaba a leer, furtivamente, en algunas de las páginas del libro que ella devoraba a buen ritmo. “¿Por qué no leéis poesía la gente joven, quiero decir, quienes sois adolescentes o post-adolescentes?” me atreví a preguntarle con disimulada ingenuidad en una de las pausas de nuestras respectivas lecturas. En realidad, casi nadie lee poesía o, por lo menos, casi nadie compra libros de poesía, así que me arriesgaba a una reacción del tipo: “¿Y por qué la mayoría de la gente no se tira por los puentes atada a una goma o se lanza en ala delta sin motor o prueba el salto en paracaídas?” Quizá la poesía sea eso, puro amor al abismo. Quizá no sea más que una pregunta retórica, un refugio.
A esas alturas ya estábamos atravesando Entrevías, aquel barrio surgido del barro y de las chabolas y de largas luchas por la dignidad. Supuse que esa cruda maraña de edificios a la vista no significaría nada para ella, por lo que me guardé en mi fuero interno esa página de emoción y de memoria de aquellos inmigrantes rurales que se instalaron en la periferia olvidada de la gran urbe empujados por sus sueños y por la escasez. Sus comentarios sobre la ausencia de la lírica en las mochilas de los jóvenes, adolescentes o post-adolescentes (treta identificadora que sorteó ágil y distraída), no me sacaron de dudas. Vivimos tiempos acelerados, audiovisuales, de consumo rápido y compulsivo. Casi es heroica la lectura en calma, ese oasis de meditación. Al menos tuvimos maestros y maestras incansables que nos abrieron algunas puertas a las palabras con sentido, a las palabras fulgurantes. Y algunos rayos de poesía, por fortuna, se filtraron hasta el pliegue dos millones trescientos cuarenta mil de las circunvoluciones mentales donde se agolpan nuestras neuronas que, presumiblemente, sólo anhelan la inmortalidad. No fueron esas exactamente sus palabras ni tampoco las mías, pero nos divertimos durante el intercambio y mi fascinación por ella se iba colmando poco a poco, resignada al fin del trayecto. Cuál no sería mi sorpresa cuando, mientras recogía rauda sus cosas y se despedía sin apenas un beso (solo un beso, aunque fuese de aire), dejó en mi mesilla su separador de hojas con motivos florales e inscripciones chinas, su teléfono anotado en el dorso y una escueta frase adjunta: “si quieres compartir tus versos y mordiscos, llámame”. Inmóvil y melancólico la vi deslizarse entre el gentío, las maletas con ruedas y el gris aciago de la estación. Tal vez, aquellos números eran solo una ficción más, una cábala, una figura poética a la deriva en el mar de un mundo demasiado prosaico.
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