Durante muchos años callé y callé
sucesivamente aunque siempre era
la misma penumbra fangosa
la que me instaba a la evasión,
a la elipsis protectora, a mirar lo
más lejos posible.
Cuando comencé a remover el lodo,
a quebrar la superficie cristalina
del niño pez y escurridizo, a nadie
parecían agradarle las salpicaduras,
mis denuncias, mi astral falta de
resignación.
Recuerdo la liturgia de los golpes
y esos místicos instantes en los que
podía adivinar su trayectoria
injusta e infalible.
También su efecto
anestésico: cada vez dolían menos,
me confundía con el enjambre,
me sumergía en un destello dorado
donde las lágrimas se iban, a su modo,
deshidratando.
Aquello se alejó y yo me alejé
de aquello como si me engulliesen
los refugios imaginarios,
la ley de los corales,
el timbre de las libélulas,
la carpintería y el extremo oriente,
la diletancia y
el apreciado azafrán,
las pupilas de los rebeldes,
el incienso del sosiego.
El huraño molusco se entregó
a mudar de coraza,
al peine de las olas y
a ubicar el planisferio,
pero reaccionaba lento,
con vidriosa perplejidad,
como la tardía flor,
celoso, al fin,
de sus sombras animadas.
Y hablaba con las aves
y con los autores muertos
de libros insólitos, y hablaba
porque necesitaba hablar
largo y tendido, redundar,
expulsar los sapos y las piedras
carbónicas, morder el viento
y conformarme
con aquella luz austera.
Y hablaba aunque sabía
que nunca era suficiente,
que ese rumor nunca pierde
su turno.
Fotografía: Edouard Boubat
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