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ateo poeta

 

Durante muchos años callé y callé

sucesivamente aunque siempre era

la misma penumbra fangosa

la que me instaba a la evasión,

a la elipsis protectora, a mirar lo

más lejos posible.

 

Cuando comencé a remover el lodo,

a quebrar la superficie cristalina

del niño pez y escurridizo, a nadie

parecían agradarle las salpicaduras,

mis denuncias, mi astral falta de

resignación.

 

Recuerdo la liturgia de los golpes

y esos místicos instantes en los que

podía adivinar su trayectoria

injusta e infalible.

También su efecto

anestésico: cada vez dolían menos,

me confundía con el enjambre,

me sumergía en un destello dorado

donde las lágrimas se iban, a su modo,

deshidratando.

 

Aquello se alejó y yo me alejé

de aquello como si me engulliesen

los refugios imaginarios,

la ley de los corales,

el timbre de las libélulas,

la carpintería y el extremo oriente,

la diletancia y

el apreciado azafrán,

las pupilas de los rebeldes,

el incienso del sosiego.

 

El huraño molusco se entregó

a mudar de coraza,

al peine de las olas y

a ubicar el planisferio,

pero reaccionaba lento,

con vidriosa perplejidad,

como la tardía flor,

celoso, al fin,

de sus sombras animadas.

Y hablaba con las aves

y con los autores muertos

de libros insólitos, y hablaba

porque necesitaba hablar

largo y tendido, redundar,

expulsar los sapos y las piedras

carbónicas, morder el viento

y conformarme

con aquella luz austera.

 

Y hablaba aunque sabía

que nunca era suficiente,

que ese rumor nunca pierde

su turno.

 

Fotografía: Edouard Boubat

 

 

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