A veces pasan tres o cuatro días sin vernos
y entonces experimento el nado de espalda,
cotejo los documentos apócrifos con sus
originales emuladores y el oftalmólogo
dilata mis pupilas de rumiante con un colirio
artificial.
A lo largo de tres o cuatro días hay entidades
nada metafísicas que son capaces de contemplar
la inmensidad, relamer helados en invierno y
abrazar la espuma cósmica del papel amarillo
para leer entre líneas.
En el transcurso de tres o cuatro días nos podemos
barnizar y sustraer y afinar en el extravío como
se aprecian el fruto y la raíz, como al músculo
le inspira el movimiento, como la lengua prologa
a la fecunda palabra.
Tres o cuatro días pueden azorar al letargo y
poblar la corpulencia aleatoria, hacer que sucedan
el iris turquesa y la piel en vilo, el caballo precursor
y la huelga por excelencia, el robusto silogismo
y la carta de los antónimos.
Por una módica inconclusión, en ese lapso de tiempo
se cosecha la piromanía y la añoranza de eternidad,
se suturan las fisuras en un hemisferio del alma,
silbas tu himno de mapamundi y tiende a elevarse
nuestro peso atómico neto.
Ilustración: Anton Stankowski
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