Zureos divisando Avenida Rivadavia
Hasta la planta décimosegunda
de este mirador lánguido
sobre la abigarrada ciudad porteña
vienen las palomas a exigir
la simpatía de quienes habitamos
en el aire sin obviar el vértigo
de las alturas, la gravedad y caída
necesaria de los conceptos
todoterreno, la equivocación
virtuosa y el frío añil que se
dispersa entre los cuerpos
encogidos.
Por una suerte de resurrección
buscamos el pan fragante
del día que se esmera y nos
tutoriza, auscultamos las
edificaciones por si se cimbrean
y vierten su perfil enhiesto
sobre el hormigueo de la vida,
y la dulce novedad del acento
de cada traslación, la motilidad
fina de quienes ensayan
lo opaco y lo translúcido,
sabernos engullidos por
sus bocanadas.
Mi apetito de contraluz incesante
participa en la serenidad
de la crepitación, sale a perderse
entre los aromas furtivos
de calles sin nombre porque
era justa otra constelación
histórica, porque la claridad
del ser discurre sinuosa tal que
enredadera, y el humo negro
de los colectivos tiñe la
esperanza insólita de hallar
los baobabs y los rinocerontes
en esta latitud.
Fotografía: Miguel Martínez
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