Llueve a cántaros en Santiago
pero ya no hay lluvia que me cale
hasta los huesos ni me destemple
ni me enfríe los pensamientos
a pesar de que ya es noviembre
y escribo desde las ruinas y apenas
puedo hablar ni musitar
su nombre.
Siempre regreso a este rincón
del café Derby donde se contempla
la lluvia crasa y luminosa percutir
con dureza contra los paraguas
y donde humea mi chocolate
con churros en su porcelana blanca
y azul y su calidez me resulta
innecesaria como los ojos
innecesarios que se paran
en el semáforo y miran
sin intención hacia mi refugio
transparente desde el que ya
no reflejo nada.
Siempre que vuelvo a esta ciudad
digo que no pronunciaré
la palabra nostalgia,
que el amor o la libertad
son como esas piedras
sólidas y desgastadas,
que es inútil todo esfuerzo
por pulirlas,
que todas se unen
mediante grietas
y que hay un inmenso vacío
en el medio de tanta
soledad.
En esta esquina desemboca
una calle peatonal que viene
de la zona vieja y se abre
a una encrucijada y a las líneas
de fronteras invisibles
con la zona nueva
y el tráfico circula ajeno
a estas simples metáforas
y yo sólo describo
el estado de ánimo
de un espacio arbitrario,
la dulzura del abismo,
las hojas muertas,
la noche sin gatos,
los afectos ajados,
la vida dentro
de un cuerpo extraño.
En algún lugar, ahora lejano,
mi nombre estará perdiendo
una a una todas sus letras,
su caduca consistencia,
pasará rápido al lado oscuro
de los vagos recuerdos,
se anegará entre las sombras
mojadas de otras calles
y casas y habitaciones,
imperará de nuevo esa
distancia infinita a la que
nunca invitamos,
olvidaremos las efemérides
y todos los versos acabarán
como un rumor volátil
de las cenizas inertes.
Fotografía: Santiago Sierra
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