Lleva su cámara
al cuello
como un amuleto
que atrae
la mirada
de los niños,
aunque en ciertos
barrios prefiere
no ostentar
y la camufla.
Ya no espera
ese grácil don
del instante
inmortal,
sólo ser artífice
del triángulo
de la luz
entre un tiempo
discontinuo
y la sensibilidad
de la exposición
a los pensamientos
virtuales,
a los que están
por venir
para crear
la memoria.
Retrata
el abanico
de claroscuros
que impregnan
las luchas
en la vida,
porque ésta
sucede
en lo esquivo
e inefable,
justo antes
y después
de la palabra
que enmarca
cada imagen.
Que nadie
sufra más,
que el derecho
a la belleza
se extienda
como el humo
y la niebla
de un amanecer
abrazado
al efecto óptico
de un amor
infinito.
Fotografía: Henri Cartier-Bresson
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