extractos de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín
"La confianza que Diego me tuvo a partir de aquel momento duró muy poco. Ya no volvió a haber reposo entre nosotros. Si me sorprendía mirando a alguien, aunque fuera descuidadamente, se enrabiaba como un niño o caía en un estado depresivo que le impedía dormir y le baldaba por completo. Cuando estábamos en un restaurante o en una cafetería, yo no debía mostrar nunca demasiada simpatía hacia los camareros, sobre todo si eran jóvenes, ni podía fisgar con los ojos por las otras mesas del local, como me ha gustado hacer siempre, pues en ese caso me acusaba de desatención o de galanteo. En la calle tenía que caminar con la vista al frente y un poco caída, girándome sólo para hablarle a él, si iba a mi lado, o para comrpobar que no venían coches cuando quería cruzar la calzada. Cualquier amistad extraña que yo tuviera -un compañero nuevo de trabajo, un conocido al que saludaba por la calle con afectuosidad o un vecino de gestos amanerados- era motivo de malicia y tenía que ser en consecuencia refutada por mí con signos de desprecio o de desinterés para evitar sospechas: de uno decía que estaba casado, aunque no lo estuviese, de otro que me resultaba desagradable o que había envejecido en exceso, de un tercero que había contraído el sida por su promiscuidad, incluso si dicho individuo era ejemplo de castidad y no había tenido nunca relaciones sexuales.
Diego espiaba cada uno de mis movimientos con es ofuscación que sólo puede ser engendrada por un miedo terrible. Enseguida me di cuenta, además, de que su obsesión creaba en mí otra obsesión igual: le observaba mientras estaba vigilándome, imaginaba que curioseaba a hurtadillas en mis papeles, en busca de secretos, presentía sus argucias y sus inquietudes, y, en algunas ocasiones, le escudriñaba yo a él para asegurarme de que sus investigaciones no llegaban demasiado lejos. A veces me preocupaba más de interpretar el papel que me correspondía, fingiendo lealtad con una exageración de actor de opereta, que de explicarle a Diego cuáles eran mis sentimientos y mis devociones. Él sólo me culpaba de algo en circunstancias extraordinarias, cuando el temple de sus nervios se desmoronaba y, como los locos, comenzaba a tener delirios. El resto del tiempo lo pasaba callado, custodiándome a escondidas y aguardando el momento en que la traición fuera por fin demostrada. (...)
-Cada vez que imagino que alguien pone una mano en tu cuerpo y te acaricia -me dijo un día, poco antes de que nos separásemos- siento como si el estómago se me hubiese llenado de serpientes que me estuviesen devorando hasta matarme.
Diego no tenía costumbre de de hacer filigranas literarias al hablar, pero si recuerdo con minuciosidad esa frase verbosa y expresionista no es por sus virtudes poéticas, sino por el terror con que la dijo. Tenía los ojos muy abiertos, como si lo que quisiera mirar estuviese dentro de él. Su gesto se parecía al de esos actores de cine que en las películas ven espectros o criaturas sobrenaturales que les hielan el corazón. Estaba enajenado, despavorido, igual que los poseídos por el diablo. Me di cuenta entonces de que un hecho que para mí era insignificante, casi trivial, a Diego podía llevarle al desvarío o a la muerte. Sólo le engañé en una ocasión, pero podría haberlo hecho muchas más veces sin que los remordimientos me desvelaran por ello. La circunstancia de que alguien que no fuese él me acariciara me parecía algo venial, ridículo, y, aunque no perseguí jamas lances así, por el respeto que le tenía, tampoco los evité nunca. En realidad siempre le fui fiel por mi fealdad, y no por mi rectitud. No apruebo que alguien comparta la vida con dos personas al mismo tiempo, ocultando a una de la ellas la existencia de la otra, ni siquiera estoy ya seguro de que la promiscuidad sexual sea benéfica o inevitable, como alguna vez sostuve, pero el amancebamiento ocasional, la fornicación o la putería de una noche me parecen placeres indispensables para la salud del cuerpo y del espíritu. No hay ninguna carne que merezca ser sagrada ni ninguna castidad por la que deban celebrarse ordalías o entablarse discordias. Las traiciones verdaderas, como saben incluso los más puritanos, son de otra especie. Balbino Carpintero, el hombre que en la Nochevieja de 1993 le arrancó los ojos al cadáver de la mujer a la que acababa de matar en una discoteca, según contaba la noticia de prensa que yo recorté y guardé en mis carpatacios, solía discursear mucho sobre ese asunto. En casi todas las entrevistas que tuve con él en la cárcel, muchos años después de que cometiera su crimen y de que yo me separase de Diego, me hablaba con amargura de las infidelidades de su esposa quien, aunque nunca se había acostado con ningún otro hombre mientras estuvieron casados, compartía sus secretos y sus aspiraciones con una o dos amigas a las que hacía confidencias que a Balbino nunca se atrevía a hacerle."
Luisgé Martín, Los amores confiados (2005)
Fotografía: Nan Goldin
3 comentarios
Polikarpov -
Pero también he aprendido, o descubierto que todo empieza como nuevo, casi cada día. Y que no hay que dejarse quemar sino que hay que arder, de nuevo, en la nueva hoguera, grande o pequeña y derrochar, si se puede (mientras se pueda) la energía. Sin embargo, muchas veces, me pareció imposible mantener la magia y la revolución del deseo encendida.
Tal vez sea ese un buen grito de guerra y de futuro, eso que dices: belleza e inteligencia, agua dulce o salada, pero optimismo siempre y brindar por tantas cosas que tenemos la suerte de vivir.
ateopoeta -
No me rendiré ante las pasiones tristes ni ante los pactos de oscuridad, eso seguro. Sólo la belleza y la inteligencia, el agua dulce y un optimismo alegre contra toda evidencia, merecen pleitesía. Gracias por acompañarme en los vuelos y en los aterrizajes, Polikárpov!!
Polikarpov -
Yo nunca dudé de quién amé, aún en la peor de las traiciones, que nunca son traiciones a los fluídos o al calor de los cuerpos sino a las ideas con las que una vez nombramos al mundo y en él, a nosotros.
Como no hay esperanza, no te rindas, no dejes de ser. Siempre hay sorpresa y sonrisa al día siguiente y hasta, algunas veces, en el mismo presente, hoy.