Aquella mirada como promesa
cristalina de una felicidad cierta
pero ignota, indefinida, para qué
más, ya desbrozaríamos el camino
o colocaríamos las piedras a medida,
o nos olvidaríamos de la arenisca que
vuelve a cubrirlo, formando esas
dunas sin memoria, móviles,
reptantes, un pasado añil y dulce,
un amor que reverdecía y mutaba
como una barrera de contención
de los estragos del tiempo, atentos
a las nuevas fisuras, rebajando
el caudal de nuestra sed siempre
que el deshielo del invierno lo
exigiera, elevándolo sin permiso,
brotando salvaje desde una
oscuridad subyacente, nutriendo
aquel jardín imaginario en los ojos
ávidos y tenaces, arrastrados por
una fuerza ciega hacia nuestras
entrañas, sin necesidad de aplazar
más la búsqueda del sentido, del
abrazo que exprime los dolores
más anclados en el silencio de la
infancia, sin temor a la necesidad,
siempre nuestro vaso de agua y
la irisación de las palabras y de
las turbulencias e interrogantes
que cuidaban del fuego, aspirando
el aroma de las encinas muertas,
probando tu fruta prohibida como
si sólo así tuviéramos un punto de
apoyo para leer el mundo, para ser,
para engendrar, para hacernos
partícipes de las minúsculas dosis
de dicha y azar que nos unieron.
Fotografía: Nan Goldin
0 comentarios