extracto de "Los amores confiados", una novela de Luisgé Martín
"En una de esas noches en las que fui a recogerle a la cafetería del tanatorio, Markus me contó la historia terrible -o inventada- de una mujer colombiana a la que acababa de acompañar en el velatorio de su esposo muerto. Llevaba viviendo en España seis años. A los pocos días de llegar había conocido en una iglesia a un compatriota suyo del que se había enamorado perdidamente y con el que se había casado enseguida, al cabo de unos meses. La mujer, según Markus, llevaba una fotografía de la boda apretada al pecho. En ella se veía a la pareja posando en el pasillo de la capilla, delante del altar. Ella, sonriente, lucía un vestido blanco corto lleno de encajes y de volantes, y en las manos sujetaba un ramo poco nupcial de claveles o de flores parecidas. El hombre, con la piel de color café, muy guapo, tenía un bigotito fino y miraba a la cámara desafiante, orgulloso, con esa prestancia algo arrogante que tienen algunos infelices en su grandes ceremonias. El traje negro, seguramente alquilado o prestado por alguien, le caía con tanta apostura sobre el cuerpo que Markus se acercó a examinar el cadáver para comprobar qué se había hecho de toda esa belleza.
La pareja pasó, al parecer, varios años dichosos. Él trabajaba de camarero en una discoteca frecuentada por latinoamericanos en la que se bailaban cumbias, guarachas, danzones, guajiras y habaneras, y ella estaba empleada en una empresa de limpiezas que la mandaba a fregar y dar lustre en grandes edificios de oficinas y centros comerciales. Habían alquilado un piso pequeño en una de las ciudades dormitorio del sur de Madrid y, aunque deseaban tener algún hijo en el futuro, habían ido aplazando la fecundación hasta que su situación económica les permitiera un poco de bienestar. Eran muy religiosos, al modo casi fanático en que lo son los pobres o los ignorantes, y todos los lunes, miércoles y domingos, supersticiosamente, acudían a misa y a unas reuniones de catequesis en la iglesia en la que se habían conocido. En el vestíbulo de su casa, además, tenían un pequeño altarcillo lleno de imágenes de vírgenes y de santos ante el que se arrodillaban cada noche para rezar.
El el quinto año de matrimonio, la mujer comenzó a sospechar que él la engañaba con algunas clientas de la discoteca, pues aunque seguía cumpliendo con todos los deberes conyugales -el temperamento latino, la sangre caribeña-, había empezado a regresar a casa a horarios desacostumbrados y tenía a veces en el cuerpo olores raros, de perfume o de jabones que no eran suyos. Del dinero de su paga, además, faltaba siempre algo y no conseguían ahorrar a final de mes. Ella, que no tenía familia ni demasiados amigos en España, sintió pánico de quedarse sola y, sobre todo, de que el hombre al que amaba rompiera su corazón para siempre. Y entonces se atrevió a pedirle a un detective privado, cuyas oficinas limpiaba cada día, que le ayudase a descubrir si su esposo se veía con alguien. No tenía dinero y no podía pagarle, pero Markus estaba seguro de que en algún momento le recompensó carnalmente por sus servicios, pues en esos estados de desesperación no se guardan escrúpulos morales, incluso aunque lo que se entregue sea parecido a lo que se deplora. El detective accedió a espiarle y, sin mucho esfuerzo, comprobó que las sospechas de ella eran ciertas: su esposo llevaba una vida bastante libertina. En el informe que le entregó a la mujer -tan pulcro y documentado como el que preparaba para los clientes habituales- había fotos de él besándose en la discoteca con mulatas exuberantes y una descripción detallada de otros comportamientos menos inocentes. Ella, abrumada, le contó todo al padre espiritual que tenían en la iglesia, quien reprendió enseguida, escandalizado, al pecador. El hombre, entonces, se quitó la vida disparándose en el corazón con una pistola que tenía el dueño de la discoteca en la caja fuerte donde guardaba la recaudación. Las palabras que debió de decirle el cura, amenazándole con un infierno lleno de tormentos y una eternidad en la que no se acabarían las torturas corporales y los sufrimientos del alma -las dulzuras con las que bendicen siempre los doctores de la Iglesia a quienes contravienen sus enseñanzas, según Markus-, alimentaron sus remordimientos hasta la muerte. No se atrevió a volver a casa y mirar a su esposa a la cara. Se mató antes de que la vergüenza le destruyera. ’Qué más me daba a mí’, decía la viuda en la sala del tanatorio, abrazada a Markus y sollozando, ’qué más me daba con quién se encamara. Yo sé que a pesar de todo era a mí a quien quería.’"
Luisgé Martín, Los amores confiados (2005)
Fotografía: Nan Goldin
0 comentarios