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ateo poeta

 

En esta cita

del fin de año,

se agolpan miles

de corredores

por las calles

adyacentes

a la zona de salida.

 

Los vagones del metro

los transportan hasta aquí

como a sardinas en lata.

La mayoría lucen el atuendo

con los colores oficiales

aunque también se lleva,

afortunadamente,

el disfraz y el mensaje

reivindicativo.

 

Después de calentar

los músculos

y de posar

para las fotos de rigor,

la masa comienza

a galopar

y a dominar con maestría

su resuello, sus miedos,

sus promesas.

 

Corren por amor,

por amor al arte,

contra sí mismos,

contra el dios del tiempo,

contra la soledad,

porque es posible

detener la circulación

urbana, ocupar

el vacío, vencer

la mirada complaciente

del espectáculo.

 

La última cuesta arriba,

por la Avenida de la

Albufera, a partir del

kilómetro seis, exige

superar las barreras

del sufrimiento,

abandonar toda

megalomanía con

humildad

y dosificación

del poder de las

zancadas,

de aquel antiguo

instinto

de supervivencia.

 

Poco importa el final,

alcanzar esa meta

quimérica con una

u otra marca a batir

en la próxima ocasión,

pero la mayoría sonríe

y se abraza a alguien

o a su sola idea

o sensación térmica,

y los dedos se enfrían

de nuevo,

el metro vuelve a

reventar justo hoy,

otro día de huelga,

y yo todavía

sigo sin explicarme

por qué fui

durante tantos años

un corredor

de fondo.

 

 

Fotografía: Michal Giedrojc

 

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