La exposición de arte
nos conducía dóciles
por el recorrido trazado
de antemano, aunque
algunos niños correteaban
exploradores, saltándose
las flechas indicativas
a la par que otros
díscolos turistas
también transgredían
la visita pautada,
como por despiste.
La sala laberíntica
y aséptica, propiedad
de una entidad bancaria
que lava así su cara
macabra y sangrienta,
mostraba las obras
como cultura muerta,
como imagen sin afecto
ni olor a comida,
sin rastros de las becas
y rentas de alquiler
que las fraguaron,
como pensamiento
estático e histórica
erudición.
Anoté en mi libreta
algunos nombres
y me fijé atento
a las formas de mirar
de cada espectador
hasta concluir
con paciencia
el cortejo ritual
de la falsificación.
Y luego me preguntas
por qué no me desmeleno
o hago un poco más el payaso
en la pista de baile,
con lo bien que me sienta
y lo mucho que te gusta.
Ilustración: Adriana Varejao
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