Con sus rostros desconocidos
fijamente clavados en mí,
con su apariencia distraída
mas sólo persiguiendo
su mala suerte,
su genio incomprendido,
sus fantasmas interiores,
el transcurrir vacío
de los días.
Se congregaban
ritualmente
en ese bar contubernio
de poetas e ilusionistas,
de musas y pajaritos,
de lenguas ebrias
y amores insaciables
donde cabían los tormentos
y la celebración banal
de lo efímero.
Y me llegó el turno
de quitarme la ropa,
de pasar revista
a sus pupilas escrutadoras
e implacables,
de proyectar la voz
y modularla engatusando
como canto celeste
o sermón sísmico
o primer deshielo
o inocencia marchita.
Por muchas tablas
que uno haya pisado,
aquel trago fue peor
que una cirugía
a corazón abierto
y sin anestesia.
Fotografía: Andrew Catlin
0 comentarios