Estoy a punto
de escribirte una carta
y me arrepiento.
Ya no son como antes, las cartas
y las imágenes.
Ahora disparan como un instante
fatídico, carecen de su don
oracular.
Quién comprende la sangre que despiden
unas manos escribiendo.
Puedes recibirla cortando zanahorias
y el cuchillo desviarse
hasta mi yugular.
Enviar misivas o epístolas o sinónimos
según los condimentos al gusto
no siempre resulta en los efectos
deseados, sino en altas probabilidades
de los más perniciosos.
Yo he meditado en silencio sobre el silencio
pero no me deja tranquilo, es un silencio
estruendoso y no encuentro
las palabras para decírtelo.
Ayer veía a soldados asesinando
y tú solo quieres que te acaricie los oídos
con palabras o sílabas o fonemas o sinónimos
de amor.
Y a mí se me atragantan las nubes.
Ojalá tuviéramos más sentido del humor
y vástagos del jazmín y crustáceos antológicos
de una fragilidad infinita.
Los taladros no nos perturbarían el sueño.
Desayunaríamos nuestra ración de sales minerales
y yo ensalzaría al unicornio
sin pelos en la lengua.
Diría opalescente y sublime rosa nívea
sólo para apreciar el ligero temblor
de tus músculos faciales y beber
de la jugosa claridad.
Qué dicha la del pacifista
que es capaz de sobreponerse
en las más diversas circunstancias.
Mis gestos de inquietud
no tienen remedio, sólo pecan
de abstracción y universalidad
si tú no me lees en primera persona.
Nos empeñamos
en el esplendor y acabamos rendidos
a su polvo de estrellas.
A pesar de todo, quizá no pueda
dejar de escribirte algo.
Fotografía: Tina Kazakhishvilii
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