He visto a las mujeres celestiales
de Shanghai.
He visto sus labios de violento carmín
y su mirada abismal y serena.
Las he visto sentadas en el club de jazz,
en las heladerías, en los vagones del metro
donde ya no orinan los niños.
Andaban con sus tacones de aguja,
serpenteando entre el humo, indelebles
como si nada pudiera quebrar
su cristalino espectro.
He visto cómo bebían champán
y cómo se maquillaban cada grieta
de su tez olímpica.
Y he visto sus gestos de indiferencia
a mis abundantes canas moteando
la mortalidad.
El subsuelo de Shanghai temblaba
con cada destello de sus muslos puros
y aterciopelados.
Y pensé en cómo perfumarían a sus amantes
antes de que su verga fuese a morir
en el arrozal negro de sus caderas.
He visto mujeres blanquecinas sin sombrilla
y mujeres doradas como templos pacientes
y como las flores de loto donde reinan
las contradicciones del quimérico comunismo
y de las tarjetas de crédito.
He visto las bellísimas mujeres del brazo
de la verdad y del susurro.
Las mujeres leves pugnando por un paraíso
en este mundo disfrazado.
Las mujeres notas de violín y signos luminosos
entre los más de veinte millones de almas chinas
que residen oficialmente y se agolpan
y se acarician cada día sin saberlo
y sin poder evitarlo.
Las mujeres de piedra y las lacias adoradas
como las cabezas del pescado.
He visto cómo se adherían a este extrañamiento
igual que yo y que mis dientes
y cómo las selectas hojas de té
se cotizan entre los artículos de lujo.
He visto sus pestañas postizas antes de la vejez
y de la maternidad, sus vaginas preciosas
e indomables, sus parpadeos adolescentes
tras consultar la última gracia
en sus teléfonos móviles.
He visto su reflejo efímero en el hormiguero
y la polución tóxica del aire por culpa de las fábricas
incesantes.
He podido concentrarme en todas estas visiones
porque los sinsabores y los claroscuros
del viaje me podrían haber conducido sin remedio
a sucumbir de nuevo en la tristeza.
Fotografía: Daido Moriyama
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