Nadie ha visto a un pensamiento
envejecer.
¿Deberíamos atribuirle una edad
determinada, pues, al pensamiento
que generamos hace muchos años?
¿No sería mejor decir que ha ganado
cuerpo y sabor con el tiempo,
producto de la fermentación
en nuestra memoria?
Harina de otro costal sería
si lo hubiésemos condenado
al ostracismo
por su disconformidad
con ulteriores ocurrencias.
O si el pobre hubiera mutado
después de sucesivas operaciones
quirúrgicas, y ya no hay dios
que lo reconozca.
¿Y qué pensar del pensamiento
pasto del olvido?
¿Quién lo rumiará ahora?
¿Erró en el tiro
o se dispersó volátil
por causa de su extrema
delgadez?
Y si somos algo más
que raciocinio,
¿habremos dejado constancia
de ello en algún pensamiento
pasado o seguiremos
aguardando una renta básica
de iluminación?
Por instinto de supervivencia
no podemos dejar de fabricar
ideas con distintos valores
nutritivos.
Sólo las más fantasiosas
se enorgullecen de no ser
burdas copias
de todas las anteriores.
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