Señor policía:
me está causando
usted
un daño a todas luces
innecesario.
Mientras yo observo
mis obligaciones
de identificación,
usted ignora
los más elementales
preceptos
hipocráticos.
¿Que no le insulte?
Disculpe usted,
pero no se trata
aquí de hipocresía
sino de mi derecho
a que deje
de retorcerme
las muñecas
por el bien común
y el mío propio,
en particular.
Quizá se olvide
del reglamento
en estas horas
tan tensas,
pero permítame
recordarle
que no constituye
medida cautelar
alguna
aplastarme la cabeza
contra el suelo,
ni ensañarse
a patadas
con mis frágiles
órganos
digestivos.
En estas circunstancias
puedo garantizarle
que no albergo
la más mínima
intención
de resistirme
a su autoridad.
Incluso pienso
en su interés
inmediato, pues
seguro que desea
volver pronto
a casa y jugar
a la pelota
con sus chavales
como si todo esto
nunca hubiese
sucedido.
Ahora bien,
como no guarde
más proporcionalidad
en su aplicación
de la fuerza
contra mi persona
en tanto que presume
que he alterado
el orden público
al alzar mi voz
en la calle,
me temo
que acabaré
hecho papilla
y apenas podré
prestar declaración
en las dependencias
policiales,
con el consiguiente
perjuicio
para todas las partes
implicadas.
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