Pueden razonar sin remilgos
que todo es competición,
que es preciso aunque lamentable
pisotear para que no te pisoteen,
que mejor mantenerse avizor
ante la puñalada trapera que, seguro,
planea asestarte el colega
o el vecino, el superior
o el inferior, porque iguales
apenas conocerás.
Y luego lloran a lágrima suelta
delante del melodrama romántico
que les sirven en bandeja
para hacer la digestión.
O besan a sus criaturas en la frente,
si acaso tras contarles alguna historia
macabra con su moralina infantil,
antes de concederles permiso
para ingresar en el único reino
de la libertad onírica.
O acarician sin fin al gato sumiso
(el que recibe en punto su diaria ración),
mientras se preguntan por qué
el amor nunca toca a su puerta
o, si la traspasa, por qué se desvanece
en un abrir y cerrar
de ojos.
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