El joven y maduro poeta
yankee
se presentó en la fiesta
con aire campechano
y una amabilidad exquisita,
con inusitado interés
en todas las conversaciones
y zigzagueando
como pez en el agua
entre los trotamundos
que residimos
en este apéndice
oriental.
La vida cuanto más lejos,
mejor, para merecer
la virtud
de la escritura:
un interminable bullir
de anécdotas
dignas de incorporarse
a la próxima obra
ya en ciernes,
ahora que su primer
y flamante libro
publicado caducaría
en un corto plazo,
dada la penosa
memoria
del mercado editorial.
Mientras hacía alarde
de sus reflejos
al vuelo
con el nombre del marido
de Sylvia Plath,
recordó a otros autores
en mi lengua
e incluso afirmó
haber conocido
en cuerpo ajado
y alma generosa
y múltiple,
a ese hombre enigmático,
Raúl Zurita,
declamando
su verdad
aunque se le resista
la comprensión
de cada uno de sus gloriosos
versos.
Sin atisbos de inconsciencia
regresamos en el último
ferry
donde unos hombres blancos
nadaban en alcohol
amados por sus chicas
de ojos rasgados,
y los vaivenes de las olas
y las luces artificiales
nos señalaban
que también hay
flotadores y chalecos
salvavidas
para los lunáticos
de toda calaña.
Fotografía: Miguel A. Martínez
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