La luz es tenue
y la decoración
menos sórdida
que en otros pisos
semejantes.
De fondo, una música
plana, instrumental,
con versiones ñoñas
de éxitos
del pop.
Una mujer que a mí
no me parece
thailandesa
me cubre la espalda
con toallas.
Sin mediar diálogo
sus manos y codos
van amasándome
en profundidad.
Es tan intenso
que no podría
dormirme
pero soy pasivo
y obediente
a las indicaciones.
Poco a poco
me inunda una paz
y una especie
de flotación mística
hasta que se oye
una alarma
que pone fin
al contrato.
Me visto
a regañadientes
pero con una sonrisa
de oreja a oreja
y prometo regresar
lo más pronto
posible.
De vuelta a la cruda
realidad reflexiono
sobre cuán distintas son
las clases de yoga
con no menos virtudes
y cimas espirituales
a las que solo accedes
tras un sufrido
esfuerzo.
En cualquier caso
son formas de bienestar
que deberían ser parte
de los servicios
públicos,
mucho más valiosas
que tanta construcción
de la nada.
Fotografía: Atthina
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