El tirano se jactaba
de su delicada sensibilidad
hacia las bellas artes.
Promovía la danza en concurridos
festivales,
instaba a erigir suntuosas
edificaciones y jardines
donde abundaban esculturas
exquisitas, tapices y frescos
de gran talla.
Creadores de todos los confines
eran invitados
a enriquecer el reino
con sus hábiles dotes
y variadas estilísticas.
La música sonaba a cualquier
hora tanto en los salones
de alta alcurnia
como en las plazas
habitadas por la población
más modesta.
Incluso la máxima autoridad
se permitía el lujo
de escribir versos floridos
en los momentos
de melancolía, después
de promulgar
la ley.
Muchos observadores
confirmaron lo útil
de aquellas veleidades
para que los súbditos
aceptasen, con ambivalencia,
eso sí,
aquel régimen
donde todo estaba atado
y bien atado.
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